Hace un par de semanas, todos los medios españoles se hacían eco de los datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) con respecto a las cifras de natalidad en nuestro país, correspondientes al primer semestre de 2022. Se contabilizaban un total de 159.705 nacimientos, lo que se traduce en uno de los números más bajos desde que empezó a registrarse este fenómeno en 1941. Estamos bajo mínimos, mientras que la mortalidad ha subido hasta un 5% durante estos primeros meses del año.
Cada vez nacen menos bebés en España, eso es un hecho. Entre las muchísimas razones por las cuales los españoles no traemos hijos al mundo destacan la caída de la fecundidad, que arrastramos desde la década de los sesenta, y el aplazamiento de la decisión de ser padres con motivo de las sucesivas crisis económicas—a las que se suma también ahora la sanitaria por el COVID-19—. Los jóvenes—si todavía me puedo incluir en este grupo—en edad de gestación vivimos en una incertidumbre permanente que nos previene de consagrarnos a tamaña responsabilidad. Entre la precariedad laboral y el aumento de los precios, los conflictos a escala mundial y la inestabilidad política, lo difícil que es encontrar a la pareja perfecta y lo celosos que nos hemos vuelto de nuestro tiempo, no estamos por la labor de añadir una complicación más a nuestras vidas. A lo anterior se une el padecimiento de lo que se ha denominado ecoansiedad, la preocupación constante por ese futuro que vamos a legar a nuestra descendencia a causa del impacto del cambio climático.
Cuando suena el reloj biológico, no vemos otra opción que posponer la alarma. Queremos esperar a que llegue ese momento más propicio para procrear, aquel en el que nos imaginamos con un trabajo estable y un sueldo boyante, con la persona idílica a nuestro lado y la casa de nuestros sueños, tras haber disfrutado al máximo de las delicias de la juventud. Pero los años van pasando y no lo hacen en balde, como se suele decir. Un día cualquiera descubrimos con pavor que hemos postergado demasiado tiempo la tarea de contribuir a la perpetuación de la especie. Nos encontramos medio convencidos para dar el paso, pero se nos ha pasado el arroz. Sobre todo esto estuve hablando hace un par de semanas en la radio.
La tendencia de la población al envejecimiento seguirá en aumento, mientras decrecen las cohortes más jóvenes. ¿Cómo nos va a afectar el no tener hijos a largo plazo? Más allá de la recurrente intranquilidad por el sistema de pensiones y la sostenibilidad del estado de bienestar, el descenso de la natalidad augura una futura crisis de cuidados, según afirman los expertos. En algunas décadas, la escena estará protagonizada por personas mayores necesitadas de cuidados de larga duración, sin parientes cercanos capaces de asumir esta tarea—por ausencia de los mismos o porque estos tengan que dedicarse a sus trabajos y al cuidado de aquellos hijos que engendraron a los cuarenta—y sin el apoyo de un sistema de atención a la dependencia sólido y regado de recursos públicos.
Según ha explicado recientemente Diego Ramiro, director del Instituto de Economía, Geografía y Demografía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) a El País, “esto nos deja un futuro de mujeres (que tienen más esperanza de vida) solas sin el apoyo familiar que hasta ahora tenían”. Asimismo, el director del Centro de Estudios Demográficos, Albert Esteve, confirma a El Diario que esta transformación de la estructura demográfica “tendrá implicaciones sobre el número de potenciales cuidadores dentro de la familia”. La conclusión es devastadora: “la bajada de la natalidad de hoy es la crisis de cuidados del mañana”, asegura Ana Requena, quien entrevistaba a este último para su medio.
Al comprobar el revuelo que ha causado esta noticia, me pregunto si acaso todavía seguimos planteándonos la cuestión de tener hijos con la mirada puesta en ese hipotético horizonte en el que estos nos devuelven el favor que en su día les hicimos, cambiándoles los pañales, proporcionándoles alimento cada dos por tres y despertándonos a horas intempestivas para mecer sus cunas; privándonos de caprichos y lujos para pagar sus actividades extraescolares y comprarles libros nuevos al comienzo de cada curso escolar; apretándonos el cinturón para darles la paga semanal y costearles la universidad, e incluso ahorrando lo que no está escrito para sufragarles la boda y sacrificando nuestro tiempo libre para cuidar de sus hijos, nuestros nietos. ¿Aún tenemos descendencia esperando que nuestra prole nos asista de viejos?
Yo no tengo hijos, de momento. No creo que los vaya a tener. Nunca me han gustado los niños; no los entiendo. Pero, además, soy una de esas personas egoístas que han decidido destinar sus días a su propia realización profesional y al disfrute más hedonista. Reconozco que hubo un tiempo en el que me comían las dudas, precisamente porque la gente a mi alrededor me torturaba haciéndome creer que si no ampliaba la familia estaría sola en mis últimos años. Recuerdo bien la presión de aquella época. Sin un ápice de instinto maternal, casi me tiro a la piscina solo para no acabar cumpliendo con el cliché de convertirme en la vieja de los gatos—adoro a los felinos—. Al final reculé. Entendí que tener hijos no era en absoluto garantía de pasar la vejez acompañada. Es más, quienes me empezaron a parecer egoístas eran aquellos que pensaban lo contrario.
El mundo ha cambiado mucho. Los hijos ya no viven en los pueblos de sus padres; se han mudado a la otra punta del país—¡o del planeta!—persiguiendo sus sueños, en busca de un futuro mejor. La dedicación a la esfera laboral copa casi toda la atención, unida a la quasi enfermiza obsesión por que nuestros propios retoños crezcan sanos y felices, en un espacio pródigo en facilidades y libre de obstáculos. Las oportunidades son distintas, como lo son también los retos que hay que enfrentar en el día a día. Es absurdo que los que estamos siendo testigos del presente nos planteemos siquiera la cuestión acerca de si nuestra descendencia nos cuidará. ¡Hasta los mayores de hoy se han dado cuenta de que no pueden—ni deben—esperar eso de nosotros!
Nuestros padres cuidaron de nuestros abuelos. Qué duda cabe de que es una tarea loable, digna de admiración. Las han pasado canutas haciéndolo—especialmente las mujeres. Si bien es cierto que los padres desean con toda su alma pasar cerca de los hijos hasta su última exhalación, también lo es que uno de sus mayores temores es convertirse en una carga para nosotros. ¡Por eso hay lista de espera en las residencias! Ojo, esto no significa que una servidora quiera quitarse a sus padres de encima, que no los quiera o que no me importen. Ojalá pueda disfrutar de ellos y ofrecerles mi apoyo hasta verlos marchar cuando sean centenarios. Simplemente trato de ser realista, incluso cuando el panorama pinta tan feo. Sé que no les voy a poder cuidar como ellos hicieron con sus padres, tanto como consciente soy de que mi descendencia—en caso de tenerla—no me va a cuidar a mí con aquella dedicación que ahora se recuerda con nostalgia.
Al menos ya no educamos a la hija más pequeña de la familia en la idea de que debe quedarse soltera para hacernos compañía en la senectud. Mi madre fue la última de cuatro hermanos. Siempre me ha confesado que mis abuelos confiaban plenamente en que respondería a su obligación de hacer voto de castidad para estar con ellos de por vida. “Si tu tío [el que nació justo antes de ella] hubiese sido una niña y hubiese estado en condiciones de desempeñar esta tarea, yo ni siquiera habría nacido”, suele decirme. Celebro que mi madre fuese egoísta y se saltase las normas; de lo contrario yo no estaría escribiendo este artículo. Con todo, les apoyó mientras pudo, combinando esta responsabilidad con el cuidado de las dos hermanas que éramos, sacando adelante su casa y trabajando para que a ninguno nos faltase de nada. ¡Casi no lo cuenta!
Si hay algo que saco en claro de todo esto, es que hay que empezar a echarle billetes a ese sistema público de atención a la vejez que en la actualidad se encuentra en su infancia. Este es el verdadero hijo que hay que gestar y criar para que nos cuide de mayores. Debemos nutrir todos sus tentáculos, prestando especial atención a la cuestión de la institucionalización. Todos queremos envejecer en casa, lo sé bien, pero, para muchos, nuestro destino va a ser la residencia, el temido geriátrico, que parece ser menos costoso que la solución que plantea la atención domiciliaria. Es hora de remangarse para que esa última parada deje de antojársenos el infierno en la Tierra.
Con suerte, los hijos que tengamos, si los tenemos, vendrán a visitarnos una vez a la semana. Si quien me lee no ha cumplido con su función reproductora, que no se alarme. En el tiempo que llevo realizando entrevistas a personas mayores en las residencias españolas he podido darme cuenta de que sufren más quienes han tenido descendencia que quienes no. Las madres, sobre todo, viven atormentadas pensando en sus criaturas. Pasan las horas rememorando tiempos mejores en los que su principal obligación era asegurar la supervivencia de la camada. Se aburren como ostras, porque, ensimismadas en sus recuerdos, se aíslan de la vida residencial y no participan en las actividades que se les ofrecen. Cuanto más se retrotraen, más se centran en los hijos y más fácilmente caen presas del aburrimiento, del que tratan de huir dándole más vueltas al asunto. La hijitis se convierte para ellas en un círculo vicioso. Por contrapartida, las que no tienen descendencia reportan niveles mucho más bajos de aburrimiento. Consuélese pensando que, si acaba en una residencia, sin haber pasado por el trámite de la paternidad—como probablemente me sucederá a mí—al menos, tendrá más fortuna que el resto escapando del tedio.