Hace ahora casi tres años, a finales de 2018, me vi a mí misma, como era costumbre, atendiendo por obligación a una sesión de un seminario de innovación docente que se organizaba bisemanalmente en el Real Colegio Complutense en Harvard (Cambridge, Massachusetts), el centro en el que realizaba mi postdoctorado. Recuerdo que, al terminar la soporífera presentación, me levanté con sigilo de la silla que ocupaba con la única intención de escabullirme lo más rápido posible del momento de socialización que tenía lugar después de aquella consabida tortura. Eran las ocho y media de la tarde y yo solo quería irme a casa. Pero, entonces, ella me interceptó:
—“¡Hola! ¿Tú eres la que trabaja en cosas relacionadas con los mayores? Yo también investigo sobre el tema. Mi tesis va de la vivienda en los mayores”.
¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Por qué se dirigía a mí con tanto júbilo? El cansancio, en su sentido amplio, no me permitió fijarme demasiado en su figura.
—“Esa era la idea antes de llegar aquí”, le respondí yo con desencanto —y hasta con un cierto aire de superioridad que me otorgaba a mí misma por la veteranía; no la había visto nunca, así que tenía que ser de la nueva promoción de becarios—.
Corté la conversación con bastante brusquedad para perseguir mi objetivo: marcharme. En los días de después ni siquiera era capaz de recordar su nombre, pero no dejaba de darle vueltas a la ilusión que había percibido en su expresión. Por desgracia —y por razones ajenas a mi persona y a mi desempeño profesional que no vienen al caso—, mi primer año en el RCC no había sido ninguna maravilla y, sin conocerla de nada, tenía buenas razones para pensar que aquella chica encantadora iba a seguir mi mismo destino. Mi preocupación, en absoluto errada, favoreció el que nos acabásemos conociendo de manera más personal.
Ella era Irene Lebrusán Murillo, una Doctora en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, especialista en vivienda y desigualdad desde una perspectiva comparada internacional, con larga trayectoria investigadora y experiencia en transferencia del conocimiento. Ella era la autora de la tesis doctoral La vivienda en la vejez: problemas y estrategias para envejecer en sociedad (2017), que había recibido el Premio de Investigación en Economía Urbana del Ayuntamiento de Madrid y conseguido su publicación a través de la convocatoria de la colección Politeya, editada por el CSIC (2019). Ella era la creadora del blog en el que ahora escribo, gracias a su amable invitación. Ella es mi admirada y querida amiga Irene. El artículo con el que abro el nuevo curso lectivo es una reseña a su libro: una especie de homenaje a su incansable esfuerzo por mejorar la sociedad y, particularmente, la vida de los mayores, y una merecida forma de agradecerle su confianza y generosidad.
La historia de cómo llegó una copia de esta obra a mis manos es ya demasiado íntima como para relatarla aquí. Los compromisos han hecho que estuviese cogiendo polvo en mi estantería durante meses, hasta que, por fin, he podido dedicarle la atención que merece. Su lectura apenas me ha llevado un día completo —uno de los mejores de este verano—, pues, más allá de mi motivación personal para ejecutarla, se trata de un texto comprometido sagazmente con el contenido académico para el público especializado, presentado de forma amena y asequible —salvando, quizá, el apartado metodológico, que se puede hacer más esquivo, pero en el que no es necesario ahondar para seguir el hilo— para el lector meramente interesado en lo tocante a la experiencia residencial en la vejez en la España actual. En efecto, de esto trata el libro: de cómo envejecer en el hogar [ageing in place] es algo muy valorado por las personas mayores, positivo a la hora de promover el envejecimiento independiente y de calidad en sociedad y, en ocasiones, difícil de conseguir para los mayores más vulnerables de nuestro país que han envejecido en situación de desigualdad debido a las políticas sociales del pasado.
A lo largo de sus casi doscientas cincuenta páginas, Irene analiza los conceptos de vejez y vejez integrada, introduce la importancia de permanecer en el hogar —entendido como “unidad de convivencia conformada por las personas (o persona) que residen en una misma vivienda” (p. 42)— hasta el último momento y, a partir de aquí, comienza a explorar las complicaciones a las que se enfrentan los mayores para alcanzar el objetivo de envejecer en sus hogares. Le interesa poner el foco en aquellos que más duro lo tienen: conocer sus perfiles, las causas y las consecuencias de su dificultad. Para ello, no solo recorre la historia reciente de las políticas sociales en materia de vivienda y de protección de la vejez en España en busca de los orígenes de las diferencias estructurales que muchos mayores de sesenta y cinco años sufren hoy por hoy. También se zambulle en los datos y nos los devuelve masticados para retratar a aquellos que están en situación de riesgo y con los que, a menudo, convivimos sin ni siquiera darnos cuenta. Junto con el testimonio de algunos de ellos, y tras poner sobre la mesa las opciones reales con las que cuentan para envejecer en sociedad de manera exitosa, esboza, en último término, una crítica al sistema de provisión de protección de la experiencia residencial en la vejez y protagoniza una llamada a la acción surtida de una lista de recomendaciones de la que tanto agentes sociales como políticos deberían estar ya dando buena cuenta.
La vivienda en la vejez se estructura en tres partes que acogen un total de ocho capítulos más una introducción, un apartado de metodología, un anexo metodológico y un inventario de referencias bibliográficas. El manuscrito inicia, como advertía, recuperando el problema de la definición de la vejez, a menudo elaborada sobre la asociación a cambios negativos. Irene reconoce aquí la necesidad de avanzar hacia una síntesis de la vejez más inclusiva, pero hasta el Cap. 1 no explica que, a su juicio, este criterio solo lo cumple la definición de la vejez a partir del momento cronológico determinado en el que las personas comienzan a beneficiarse de formas públicas de protección específicas y adquieren nuevos derechos y obligaciones, esto es, los sesenta y cinco años. Me parece una decisión inteligente, pues igual de absurdo es hablar de la vejez desde lo negativo como hacerlo exclusivamente desde lo positivo, como algunos pretenden ahora.
Superado este debate, en el que tiene que detenerse necesariamente, Irene justifica la preferencia por el envejecimiento en el hogar en la posibilidad demostrada de una mayor longevidad y bienestar —traducido sobre todo en independencia— y en la garantía de continuidad biográfica y en sociedad por parte de quienes llevan a cabo esta práctica, sin ignorar los beneficios que la misma supone para las arcas del Estado (Cap. 3). Pero no vale con quedarse en la casa hasta la muerte. El lugar en el que se envejece tiene que cumplir con unos requisitos mínimos de adecuación a las necesidades de los mayores en cuestión. Y aquí empiezan los problemas, pues, aunque los mayores desean envejecer en sus hogares, no todos los espacios de vivienda están preparados para facilitar esta meta de manera segura y con calidad. Y lo que es peor, no todos los mayores se encuentran en condiciones de adecuarlos o buscar alternativas que eviten la institucionalización.
En el Cap. 2, Irene recoge algunas de las estrategias “de resistencia” que los mayores llevan a cabo para mantener la independencia y continuar en sociedad. Presentadas de mejor a peor, por una parte, está la denominada estrategia de permanencia, consistente en adaptar la vivienda de siempre a las necesidades que aparecen como correlato del proceso de envejecimiento. Por otra parte, encontramos las estrategias de ruptura, que implican el abandono del espacio habitual. Estas pueden producirse con continuidad en el hogar, cuando los mayores, llegado el momento, se mueven y compran, alquilan o habitan una vivienda disponible con anterioridad (comprada o heredada) que se ajusta a sus necesidades, y con fusión del hogar, si el núcleo conviviente se muda a casa de un familiar, normalmente descendiente, de manera permanente o rotativa. Todo ello sin perjuicio de compaginar las distintas estrategias con asistencia en el hogar informal o cualificada, pública o privada. En último lugar, no deja de existir la llamada estrategia marginal que representa la institucionalización y que, según la voz de la autora, no es una opción que permita envejecer en sociedad. Todo esto se desarrolla después también en el Cap. 7., tercera parte.
En ese mismo Cap. 7, que es en realidad un estudio de caso de Madrid, se explican también cuáles son algunos de los impedimentos a los que se enfrentan los mayores para poner en práctica estas estrategias. Cuando la vivienda habitual o el edificio en el que se encuentra esta empieza a presentar problemas (por ejemplo, envejecimiento de las instalaciones, fallos de mantenimiento, espacio insuficiente, inadecuación del mobiliario, condiciones estructurales…), en un entorno cada vez más encarecido, factores como la escasez de recursos económicos y la cultura del ahorro obstaculizan sobremanera el cambio. Otro aspecto importante es el apego a la casa y al barrio, que se genera en función del tiempo que se lleva viviendo en el mismo lugar, el legado que se ha creado en él, la familiarización con el entorno, el sentimiento de pertenencia y de identidad o la seguridad percibida y ontológica, entre otros, y que puede provocar distorsión cognitiva hasta el punto en que los mayores niegan o minimizan los problemas evidentes para permanecer en el hogar. En ocasiones, son las propias administraciones, con sus altas exigencias, sus prohibiciones y su burocracia infinita, las que reprimen los deseos de mejorar de los hogares. Y, desde luego, el desconocimiento y la falta de asesoramiento de los mayores sobre los programas sociales disponibles para dar respuesta a sus necesidades de vivienda son asimismo notorios.
Para Irene, aquí ha de entrar en juego el Estado como garante de que nadie se queda atrás. En este punto, si usted que me lee —y que espero que la lea a ella si no lo ha hecho ya— comulga con la política económica socialista, estará completamente de acuerdo. Pero yo, que normalmente simpatizo más con posturas de corte neoliberal, con contadas excepciones admitidas, no puedo evitar escamarme un poco cuando se apela a la intervención estatal. El caso está en que, de una manera u otra, ese Estado no cumple y, al final, la responsabilidad de asegurar el envejecimiento en el hogar en condiciones de calidad suficiente recae en los propios interesados (o en sus familiares).
—“¿Y dónde está el problema?”, me preguntaba yo mientras leía. “¿Qué impide verdaderamente a algunos llevar a cabo estrategias para quedarse en sus casas en condiciones óptimas? Al final es el dinero. Es que hay que ser previsor y ahorrar para la vejez”, me decía a mí misma. “¿Por qué no han conseguido esas personas más recursos a lo largo de sus vidas? ¿Es que no han trabajado lo suficiente? ¿No se han esforzado? ¿Han sido derrochadoras? Algunos se habrán visto en desventaja por su naturaleza o por culpa de la ineficacia de esas administraciones, pero los demás… ¡habrán sido irresponsables!”.
Me parecía entonces que, si “papá Estado” entraba en escena para interpretar el rescate de los que eran incapaces de salvarse a sí mismos en la última etapa de la vida, para proveer lo necesario para que la vejez tuviese lugar al cobijo de un buen hogar, independientemente de si uno se lo había podido ganar por sí mismo o no, nadie iba a trabajar duro para aprovisionarse de medios de los que disponer en la vejez y se iba a perpetuar la dependencia ciudadana. Estas turbias ideas no eran sino fruto de la ignorancia.
La segunda parte del libro vino a ilustrarme con un recorrido por las políticas que a lo largo del siglo veinte y principios del veintiuno han afectado a la que hoy es la población mayor en cuestión de vivienda dentro del sistema de previsión social. En los Caps. 4 y 5, Irene presenta el contexto histórico-político que le ha tocado vivir a quienes ahora tienen más de sesenta y cinco años y los efectos que este ha tenido sobre su actual experiencia residencial. En el primero de ellos, pone la vista sobre la génesis y la evolución del sistema social de protección de la vejez. El que le sigue, analiza con detenimiento las cuestiones que dentro de este ámbito han afectado a la vivienda.
Entonces empecé a comprender que no se trataba de un problema de falta de ganas o de ineptitud. Comprobar el poco empeño que se ha puesto en la protección de la vejez a lo largo de nuestra historia reciente (Cap. 4) —con la Ley de Dependencia como uno de los grandes hitos, a sabiendas de sus muchas carencias— y, especialmente, conocer la configuración del sistema residencial español en el que maduraron quienes ya han cumplido los sesenta y cinco, alimentado en gran medida por una política que privilegió a unos sobre otros por cuestiones meramente ideológicas (Cap. 5), me hizo entender que aquellos que están en situación de vulnerabilidad residencial no lo están por cuestiones intrínsecas a la edad ni tampoco por su irresponsabilidad económica —aunque habrá de todo—, sino porque no han podido competir en igualdad de condiciones en el mercado debido a que se han visto afectados de manera directa y discriminatoria por las iniciativas administrativas del pasado. A partir de aquí lo vi claro: si el Estado había sido entonces responsable de crear situaciones de riesgo para algunos mayores, tiene que ser también quien resuelva el entuerto ahora.
La tercera parte del libro evidencia quiénes son los perjudicados. La distribución del panorama residencial en la vejez se puede estudiar a partir de factores aislables (sexo, edad, estado civil, nivel de estudios, etc.) para estudiar cuál es el perfil de la población en peor situación y conocer los problemas que les afectan. En los Caps. 6 y 7, Irene se lanza con su investigación mixta a descubrirlo. En general, hay una tendencia a tener vivienda en propiedad porque pensamos que esto hace las veces de un “seguro de vejez”, incluso si tener casa no es en absoluto garantía de envejecer en el hogar con calidad. Los hombres, sobre todo casados y viudos, suelen responder a esta situación, con vivienda pagada o con hipoteca —en el último caso, como resultado de la aplicación de una estrategia de ruptura con continuidad en el hogar, lo que demuestra posibilidad para la adaptación incluso si en lugar de compra se produce alquiler—, mientras que las mujeres son propensas a otro tipo de regímenes de tenencia menos seguros (herencia, cesión, alquiler…). Los mayores de ochenta y cinco acostumbran a vivir de alquiler o en casas heredadas. Quienes tienen menores niveles de estudios, se ajustan a formas de tenencia solidarias. Hay más propiedad pagada o con hipoteca o alquiler resultante de estrategias de ruptura con continuidad en el hogar en los grandes núcleos urbanos, al tiempo que la solidaridad impera en las zonas pequeñas rurales. Los alóctonos son propietarios, los autóctonos rurales heredan, mientras que los urbanos alquilan…
El lector tiene que meterse de lleno en esta marabunta de datos que Irene desglosa tan pródigamente. Pero, a grandes rasgos, quédese fija la idea de que las mujeres, los más viejos, los no casados, los que viven en municipios pequeños, en edificios viejos, los que no se han movido nunca y los que no tienen estudios son los que peores situaciones cargan. Entre ellos están los que envejecen en el hogar en situación de riesgo extremo, lidiando con apuros relacionados con el agua corriente, la ausencia de bañera o ducha y de inodoro, el mal estado del edificio, la carencia de ascensor y de calefacción, el hacinamiento, la accesibilidad… Una cifra espantosa, que aparece con toda su crudeza una sola vez (p. 151) para revolvernos las tripas, indica que más de un millón y medio de personas practican eso del ageing in place, que tan bien suena, en condiciones pésimas. Son los que no han conseguido dar respuesta a sus necesidades para salir del hoyo a lo largo de su vida.
¿Quién tiene la culpa de esto? Pues, a veces, puede ser culpa de uno mismo. Pero, estudiando con detenimiento aquellas políticas de vivienda del franquismo que beneficiaban a las familias —y sobre todo al pater familias— tradicionales de clase media y que Irene explica tan bien en el Cap. 6, también puede ser responsabilidad de la mala gestión de los servicios de protección a la vejez que, como parte del estado de bienestar que son, ya deberían haber puesto los medios para mitigar las consecuencias de la desigualdad estructural a la que muchos mayores se han visto injustamente abocados por los caprichos de la dictadura. ¿Por qué no sucede esto? En esta coyuntura, Irene dedica el Cap. 8, además de a concluir, a proponer soluciones. Lo ideal sería contar con una mayor inversión pública, pero, si esto no es posible por falta de fondos —lo cual, admite, es como poco dudoso—, también es importante la mejora de los protocolos administrativos y del asesoramiento que reciben los mayores.
Después de leer el libro de mi amiga tuve que dejarlo reposar como una semana. Despertó un mí un conflicto que no esperaba y hube de andar comentando ideas de una sección y de otra con mis allegados en busca de intercambio para aclarar mis pensamientos. Creo que esto ya dice mucho del trabajo que ha compuesto Irene. Su intención siempre fue arrojar luz sobre las condiciones residenciales en las que se produce el envejecimiento en España, con atención específica a la vulnerabilidad residencial en la vejez. Se trataba, por un lado, de desvelar la vulnerabilidad experimentada en el proceso de envejecimiento en la vivienda, estableciendo qué problemas son importantes en nuestro país y qué factores predisponen a sufrirlos y, por el otro, de conocer las estrategias de resistencia disponibles y valoradas por los mayores para permanecer en sociedad. Pero también, añadiría yo, se ha pretendido hacer hincapié en las carencias del sistema de provisión de protección de la vejez y su experiencia residencial por parte del Estado y se ha elevado una dura crítica al mismo.
Como resumen, las conclusiones principales del libro son 1) que la vivienda es importante en la vejez, pero se experimenta de forma desigual, ante lo que se desarrollan unas respuestas más o menos adaptativas; 2) que envejecer en la vivienda es bueno para permanecer en sociedad, pero, para que se produzca de manera exitosa, es necesario que esta cubra las necesidades de los mayores, cosa que no sucede siempre en España, dándose lugar a situaciones de vulnerabilidad. 3) Los más sensibles a esto responden a un perfil concreto (p. 142) determinado por su biografía, sus circunstancias y la forma en la que les ha afectado la política social del pasado. 4) Así las cosas, el Estado debe responsabilizarse de aquellos a quienes ha perjudicado, pero no lo hace suficientemente.
Y yo me pregunto, ¿realmente le conviene al Estado que los mayores envejezcan en sus hogares, si hacerlo de forma óptima requiere en muchos casos de su intervención? Pensándolo fríamente, lo que más le interesa es seguir dando pábulo a esta idea del ageing in place al tiempo que se fomenta la tolerancia a la frustración que ya de por sí reviste a los que llevan siendo dejados de lado toda la vida. Así no tendrá que invertir en residencias de mayores ni tampoco auxiliar a quienes quieren envejecer en sus hogares, pero no tienen medios para hacerlo. Lo más económico para la administración es que los mayores sigan en sus casas inhabitables hasta el momento de la muerte. Y hablando de residencias: me cuesta aceptar sin más que la institucionalización imposibilite el envejecimiento en sociedad. En esto Irene y yo nos separamos un poco. Ella quiere caminar hacia la permanencia en la vivienda el máximo tiempo posible, yo hacia la transformación de las residencias en hogares propiamente dichos para que mudarse a una institución sea parte de la estrategia de ruptura con continuidad en el hogar. Si esto fuera posible hoy en día, estoy convencida de que ella estaría de acuerdo conmigo. Sin embargo, esto todavía nos queda muy lejos. Lo que propone Irene tampoco es fácil de conseguir, porque las soluciones que plantea solo son eficaces si se implementan con urgencia y la administración no parece estar muy por la labor. A largo plazo toda esta problemática se irá reduciendo, a medida que las diferencias estructurales heredadas de las políticas precedentes se disipen, gracias a las políticas inclusivas del presente. A lo sumo, siempre queda la dificultad de discernir, en el momento de ofrecer asistencia entre los que envejecen en viviendas disfuncionales, a aquellos que verdaderamente han sido víctimas de quienes solo fueron irresponsables. Irene demuestra que hay criterios objetivos para hacerlo, ahora lo que falta son las ganas.
La vivienda en la vejez me ha enseñado mucho y me ha ayudado a crecer como persona e intelectualmente. Lo único que echo en falta es que Irene no haya mencionado ni una sola vez el aburrimiento, pero eso es porque todavía no me conocía. Otras cuestiones rondan mi cabeza; reflexiones que, por fortuna, podré discutir con la autora un día de estos. Yo soy solo una aprendiz en esto de la gerontología, pero, si mi humilde opinión sirve de algo, creo que el trabajo de mi estimada amiga debería ser lectura forzada, al menos, para las personas que están próximas al momento en el que se ha de adoptar una estrategia respecto de la experiencia residencial y para sus familiares, así como para cualquiera que esté interesado en la mejora de la calidad de vida de las personas mayores en general y, por supuesto, para quienes tienen hasta cierto punto la responsabilidad de promocionarla.