El cambio en la estructura demográfica en España y Portugal tendrá claros efectos en el diseño y sostenibilidad de sus estados de bienestar. La elevada concentración de población en los intervalos de edad más avanzada, y la creciente longevidad observada y esperada para las personas de mayor edad, pone encima de la mesa el debate sobre cual debe ser el mejor diseño de las políticas previsionales, con un claro enfoque en pensiones, salud, servicios sociales y cuidados de larga duración. A todo ello se une el cambio cultural que vienen produciéndose en las sociedades avanzadas, ganando cada vez más relevancia la potenciación de la autonomía del mayor y la puesta en marcha de políticas preventivas que puedan frenar la aceleración del gasto. Medir los efectos económicos y sociales del envejecimiento poblacional es hoy por hoy una de las principales líneas de la investigación estadístico-actuarial, en la que el concepto de esperanza de vida y la incorporación en el cálculo de otras funciones biométricas cobra un papel fundamental.
El concepto de estado de bienestar es bastante ambiguo; incluso los distintos países lo interpretan de forma diferente, llegando a clasificarse en cuatro grupos: países mediterráneos, nórdicos, anglosajones y continentales.
España se encuentra, naturalmente, dentro del grupo de los países mediterráneos, cuyo estado de bienestar se caracteriza, por tener un modelo social con menores gastos que el resto de los grupos y que está fuertemente basado en las pensiones y en unos gastos de asistencia social muy bajos.
En general, el estado de bienestar incluye los derechos de pensiones, sanidad, educación, desempleo, servicios sociales, cultura y otros servicios públicos, donde estarían los subsidios. Esto implica que ampara al conjunto de los ciudadanos y no solo a los trabajadores.
El efecto de una esperada mayor longevidad en el futuro puede afectar de forma distinta a los diferentes derechos que componen el estado del bienestar. Veamos cómo incide en cada uno de ellos.
El efecto de una esperada mayor longevidad en el futuro puede afectar de forma distinta a los diferentes derechos que componen el estado del bienestar
a) Pensiones. El efecto de una mayor longevidad sobre las pensiones de jubilación es muy importante. En este punto, conviene recordar que casi todos los países de nuestro entorno han introducido alguna medida que ajuste el aumento de la esperanza de vida. España también lo hizo en 2013, mediante la incorporación del Factor de Sostenibilidad, que corrige la pensión inicial según el incremento de la esperanza de vida, para que se mantenga la equidad intergeneracional. Sin embargo, no se ha incorporado en el resto de las contingencias comunes (viudedad, incapacidad, orfandad, favor familiar). Considero de vital importancia que se siga aplicando el Factor de Sostenibilidad o un instrumento similar para, además de mantener la equidad, contener el crecimiento del gasto en pensiones. Incluso habría que analizar si este instrumento debiera extenderse a las otras contingencias.
b) Sanidad. Es evidente que un mayor número de años de vida van a suponer un mayor gasto en sanidad, sobre todo, sabiendo que el mayor porcentaje de gasto se concentra en las edades cercanas al fallecimiento. Otra variable que hay que vigilar es la de esperanza de vida en estado de buena salud. Es imprescindible que la parte de sanidad se dote de los recursos suficientes para poder hacer frente al mayor gasto que inevitablemente se va a producir en el futuro.
c) Educación. En este caso, el diseño de la financiación de esta partida no se ve influida por el aumento de la esperanza de vida, pero sí que debería hacerse un esfuerzo para que los resultados de nuestros alumnos fuera similar al de otros países de nuestro entorno.
d) Desempleo. No se vería muy afectado por la mayor longevidad, excepto que se retrase de forma importante la edad ordinaria de jubilación.
e) Servicios sociales. Claramente debería hacerse un esfuerzo de financiación en el futuro, porque cada vez llegará mayor número de personas con mayor número de años para poder utilizar este tipo de servicios.
f) Cultura. Aunque este derecho es utilizado por todos los grupos de edad, tal vez el hecho de que en el futuro haya más personas mayores, con más tiempo de ocio, tenga que hacer que se replantee su financiación.
g) Otros servicios públicos (subsidios). En este caso el efecto no será muy importante.
En algunas de las políticas del estado de bienestar, desde luego que la esperanza de vida debe ser una variable de referencia, aunque en otras no tendría sentido.
Por lógica, la esperanza de vida debería ser una variable de referencia en aquellos instrumentos del estado de bienestar que cumplen dos requisitos al mismo tiempo: uno, deben concretarse en prestaciones de tipo vitalicio; y, dos, deben ser de tipo contributivo.
Un ejemplo de este tipo de políticas lo encontramos en las pensiones contributivas: las de jubilación y la mayoría de las pensiones de viudedad e incapacidad permanente. Actualmente, al no tener en cuenta la esperanza de vida, individuos de distintas generaciones pero que han cotizado lo mismo y se jubilan a la misma edad reciben, en general, prestaciones distintas a lo largo de su vida, por el hecho de tener distinta esperanza de vida.
Tener en cuenta la esperanza de vida sería una garantía de equidad intergeneracional
El individuo de una generación más reciente, con una esperanza de vida generalmente mayor, no saldría ganando respecto al de una generación anterior, ya que de una o de otra manera el sistema de cálculo de la prestación tendría en cuenta la distinta esperanza de vida.
También, adicionalmente, evitaría que el hecho de vivir más tiempo perjudicara la sostenibilidad financiera del estado de bienestar. Si, como todos deseamos, la esperanza de vida aumenta con el tiempo, un mecanismo de este tipo contribuiría a limitar el aumento del gasto.
Por el contrario, no sería lógico tener en cuenta la esperanza de vida en otro tipo de políticas del estado de bienestar como las pensiones mínimas o no contributivas, por tener un objetivo de garantizar un nivel de vida digno, que es independiente de la esperanza de vida; o, en prestaciones como el desempleo, la sanidad o la educación, que no son vitalicias sino ligadas a una situación que es temporal.
Las políticas del estado de bienestar están destinadas a las necesidades de las personas, y por lo tanto todo lo que afecte a éstas es necesario tenerlo en consideración a la hora de diseñar las mismas.
Dentro de las políticas del estado de bienestar nos encontramos con las políticas relativas a las pensiones; y los sistemas de pensiones se basan, en mayor o menor medida, en el sistema de reparto. Ello supone que las pensiones de un momento son soportadas por las cotizaciones del mismo período. En esta relación influyen muchas variables, y una de ellas es la demográfica.
No tener en cuenta circunstancias como la esperanza de vida en el diseño de los sistemas de pensiones conlleva a que los mismos resulten inadecuados y fracasen en su objetivo final que es ser solventes y garantistas
La demografía se caracteriza, en el momento actual y previsiblemente en el futuro, por una disminución de la natalidad y un incremento de la supervivencia. Esto último, si bien es una buena notica, genera, junto con la reducción de los nacimientos, un riesgo importante para los sistemas de pensiones. Serán menos las personas que costeen el sistema y serán más y necesitarán más recursos (económicos, asistenciales) durante más tiempo, al vivir más años. Por todo ello no tener en cuenta estas circunstancias y excluirlas del diseño de los sistemas conlleva a que los mismos resulten inadecuados y fracasen en su objetivo final que es ser solventes y garantistas y así poder dar cobertura a la población.
Es una pregunta excesivamente simplista y perversa. Me voy a explicar.
La esperanza de vida de una población es un valor medio del tiempo que va a vivir como media esa población. Si se analiza más en profundidad, los subcolectivos que mejores condiciones de vida, salud, laborales tienen, son los que más viven, mientras que aquellos subcolectivos desamparados, sin recursos, con mala salud o precarios, son los que menos años van a ir cumpliendo. Es lo que tiene un valor medio.
Entonces, para empezar, el empleo de un único indicador no debiera ser válido. Se necesitan un conjunto de ellos que midan distintas características.
Luego. viene la verdadera pregunta: ¿qué queremos cubrir?.
Evidentemente si va a haber una serie de transferencias sociales o económicas, la esperanza de vida sirve a la institución para determinar el coste de esas medidas y, como tal, debe ser empleado, pues ajusta los presupuestos y da idea a los gobiernos de los recursos necesarios para otorgar las transferencia.
Aplicar un factor que tenga en cuenta la esperanza de vida, puede provocar que las clases más desfavorecidas y que más necesidad tienen, reciban una transferencia económica o social menor
Desde el punto de vista de la prestación a abonar, de nuevo hay que hacer la consabida pregunta. ¿Qué quiero cubrir? y tal vez la más peliaguda ¿a quién?.
Si aplico un factor que tenga en cuenta la esperanza de vida, puede ser que las clases más desfavorecidas y que más necesidad tienen, reciban una transferencia económica o social menor que aquellos que sí disponen de medios, porque tienen mejor posición social, mejores contratos laborales o disponen de una buena salud.
Lo dicho, según los intereses de las partes (gobierno, partidos políticos, sindicatos, etc.) se puede emplear el indicador para lo que uno quiera, pero las consecuencias una vez tomada la decisión son claras.
La respuesta a esta cuestión creo que debe comenzar por sentar las bases de lo que entiendo por Estado del Bienestar (EB) ya que ni todas las personas, ni por supuesto todos los Estados entienden lo mismo, ni tienen las mismas prioridades a la hora de plantear sus diferentes políticas para alcanzar ese EB.
Entenderemos EB como el conjunto de actividades desarrolladas por los Gobiernos con el fin de hacer frente a unas necesidades sociales y redistributivas que permitan a los individuos alcanzar sus objetivos de vida independientemente de su raza, origen o clase social y todo con un presupuesto público del Estado.
Establecido este primer elemento, el segundo aspecto sería diseñar dichas políticas, y aquí, además de hablar de pensiones que podría ser la idea más directa entre EB y esperanza de vida, deberíamos hablar de dependencia, cuidados de larga duración, vivienda, salud y educación, políticas que serán claves para establecer el EB del siglo XXI.
Para diseñar estas políticas es necesario establecer indicadores que, al mismo tiempo, permitan evaluar los resultados obtenidos con el fin de redefinir las políticas en el futuro (ciclo continuo).
Atender los cuidados de larga duración, además de los servicios tradicionales de ayudas a domicilio o residencias, obliga a replantear las políticas de vivienda
Establecer la esperanza de vida como indicador de referencia nos debe hacer reflexionar sobre las implicaciones que tiene. La primera e inmediata es que el incremento de la esperanza de vida es un logro de las sociedades más desarrolladas ya que sus habitantes al nacer en ese país tienen la posibilidad de vivir más años, pero debemos detenernos en cómo vivimos esos años y con qué calidad de vida, lo que incide en las demás políticas que hemos señalado anteriormente. Vivir más años supone que, una vez alcanzada la edad de jubilación, todavía quedan años por delante lo que afecta directamente a la política de pensiones y de cuidados de larga duración ya que vivir más años lleva implícito mayores niveles de dependencia, la cual incrementa en las personas más mayores. Atender los cuidados de larga duración, además de los servicios tradicionales de ayudas a domicilio o residencias, obliga a replantear las políticas de vivienda. Hay que apostar por modelos alternativos a la propiedad y pasar a modelos de compartir, cohousing o de hipoteca inversa que permitan mejorar las condiciones de vida y los medios de los que podemos disponer cuando seamos mayores dependientes. Igual sucede con la educación. Hemos pasado a un modelo de formación continua a lo largo de la vida y hay que seguir pensando en hacer atractivo y motivante la formación de tal modo que permita seguir alcanzando sueños a todos aquellos que creemos que la educación nos hace a todos iguales.
Por supuesto que sí, y no solo la esperanza de vida sino también la esperanza de vida saludable y atendiendo a las diferencias por edad, y recalculando dichas esperanzas de vida en diversos momentos de la vejez por cuanto no es lo mismo, por ejemplo, la esperanza de vida a los 60 años que a los 75 y eso también debe tenerse en cuenta en el momento de elaborar las políticas del estado de bienestar. El alargamiento de la esperanza de vida a los 75, por ejemplo, conllevará necesidades futuras en el ámbito doméstico, ajustando las infraestructuras de los hogares a esas necesidades de la gente mayor, las cuáles redundaran en una mejora de la salud al reducir los riesgos de accidentes y mejorar la autonomía personal.
No solo habrá que considerar como indicador la esperanza de vida sino también la esperanza de vida saludable
Cualquier trabajo de investigación riguroso que verse sobre pensiones, sanidad o dependencia ineludiblemente hará referencia, más o menos extensa, al componente demográfico de la población objeto de estudio. Y esta referencia, generalmente, parlamentará sobre el envejecimiento de la población representado en su máximo exponente por el aumento de la esperanza de vida durante el siglo XX como uno de los mayores logros demográficos del ser humano a lo largo de su historia.
En este sentido, el conjunto de cambios sociodemográficos de finales del siglo pasado y principios del presente en los países desarrollados han suscitado la generación de nuevos escenarios para la política económica en general (modificación de los patrones de generación de renta, consumo, ahorro e inversión), y para las políticas social y sanitaria en particular (de dónde se obtienen los recursos y cuáles van a ser sus empleos), especialmente complejos y tangibles en la situación actual de pandemia debida al SARS-CoV-2. El envejecimiento y la longevidad impelen en ámbitos como el social, sanitario - y su necesaria intersección, el sociosanitario – junto a las pensiones al diseño específico de actuaciones estrictas dentro de los regímenes específicos de protección de los Estados. Concretamente, el trinomio envejecimiento, salud y dependencia conlleva un aumento inexorable de las prevalencias tanto de dependencia demográfica como de morbilidad; tanto absolutas como relativas. Su consecuencia más inmediata se refiere al relevante impacto en el gasto público de los Estados (donde recordemos que los recursos son escasos), que a su vez repercute de manera directa e indirecta en el bolsillo de su población. Directa, porque los beneficiarios de prestaciones públicas (ya sean monetarias o de servicios) requieren en numerosas ocasiones de contribuciones financieras específicas ad hoc mediante copagos; e indirectamente, porque los ingresos públicos provienen de la Hacienda Pública financiada por los individuos.
Por tanto, la esperanza de vida juega un rol trascendental e insustituible en el diseño de cualquier política del Estado de Bienestar, desde diferentes prismas. Por ejemplo, el envejecimiento del envejecimiento actual (el 20% de la población en España tiene más de 65 años, y el 20% de este segmento tiene más de 85 años; y donde más de 12.000 personas tienen más de 100 años de edad) revela la necesidad de plantear nuevos retos de atención al colectivo específico de personas de mayor edad, como son los cuidados de larga duración. Estos cuidados trascienden más allá de la tradicional intervención social o sanitaria (incremento del gasto público alrededor del 1% PIB).
Otro ejemplo de implicación es la necesaria modificación de los balances de los equilibrios intergeneracionales tanto en derechos como en obligaciones, responsabilidades y contribuciones. Al final, quién se beneficia de qué y a expensas de quién adopta unas derivas rigurosas en el ciclo vital en sentido amplio de las personas: no sólo en el biológico, sino que el demográfico y el económico-financiero adoptan esencial protagonismo tanto para los individuos (cómo distribuyen óptimamente sus recursos financieros a lo largo de su ciclo vital (y el de sus ascendientes/descendientes) como para el legislador (equilibrio en binomio recursos – empleos). Un tercer prisma ineludible de implicación se refiere al diseño de las familias: la estructura, composición y características de la familia actual se ven modificadas por los nuevos tiempos que acaecen, consecuencia, entre otros, del aumento de la esperanza de vida, y que establece determinadas implicaciones que condiciona el diseño de políticas de bienestar del legislador.
La esperanza de vida de las personas se postula como un potente indicador para el diseño de políticas del Estado de Bienestar
En conclusión, la esperanza de vida de las personas se postula como un potente indicador para el diseño de políticas del Estado de Bienestar, cuyo logro en el aumento de años vividos no debiera suponer reticencias en el diseño de políticas, y cuya repercusión en la financiación de las mismas tampoco debería generar climas de discusión más allá de lo estrictamente razonable y necesario.
La financiación de la mayoría de los sistemas públicos de pensiones, incluido el español, se basa en el sistema de reparto en el que las cotizaciones de los trabajadores en activo se destinan a financiar las pensiones existentes en este momento, lo que es conocido como el principio de solidaridad intergeneracional. La disminución de la tasa de natalidad y el incremento de la esperanza de vida apuntan a un aumento de la tasa de dependencia, definida como la relación existente entre la población mayor de 65 años y la activa, lo que genera preocupación sobre la sostenibilidad financiera de los sistemas de pensiones de reparto.
En España la esperanza de vida a los 65 años en el año 1975 era de 15, mientras que actualmente se sitúa en 21,5. Esto significa que la pensión se pagará durante mas años. En países como Finlandia y Portugal ya se vincula la cuantía de la pensión inicial a cambios en la esperanza de vida. De la misma manera, en países que emplean cuentas nacionales en sus sistemas públicos de pensiones, como Suecia, Italia, Polonia, Letonia o Noruega, el cálculo de las pensiones depende principalmente de las cuantías individuales cotizadas y de la esperanza de vida del trabajador en el momento de su jubilación.
El considerar la esperanza de vida en el diseño de los sistemas de pensiones limitará el crecimiento del gasto por pensiones, por lo que, a largo plazo, esta medida contribuye a una mejora en la sostenibilidad financiera de los sistemas de pensiones. Sin embargo, es importante recalcar que incluso en este caso, la sostenibilidad no estará garantizada. Con el objetivo de garantizar la sostenibilidad financiera habría que aplicar otro tipo de mecanismos financieros de ajuste automático. Dichos mecanismos se definirían como un conjunto de medidas predeterminadas y de aplicación inmediata cuando un indicador relativo a la salud financiera del sistema así lo requiriera. Países como Suecia, Japón o Canadá tienen legislados este tipo de mecanismos.
Otra cuestión importante si se tiene en cuenta la esperanza de vida para el cálculo de las pensiones sería la redistribución intrageneracional que se produce. El empleo de una esperanza de vida promedio entre hombres y mujeres ocasionaría una transferencia de los hombres que en promedio viven menos años a las mujeres. Por otro lado, las personas con un mayor nivel socioeconómico y salarios más elevados viven, de media, un mayor número de años. El porcentaje mayoritario en este grupo son hombres, por lo que el efecto neto de la utilización de una esperanza de vida promedio no estaría claro y necesitaría un mayor estudio en el campo de las pensiones públicas.
La vinculación de la esperanza de vida a las pensiones es necesaria pero no suficiente para garantizar la sostenibilidad del sistema en el largo plazo
En conclusión, la vinculación de la esperanza de vida a las pensiones es necesaria pero no suficiente para garantizar la sostenibilidad del sistema en el largo plazo. Por lo tanto, la aplicación de más medidas - mecanismos financieros de ajuste automático - son inevitables. También se debería realizar un análisis exhaustivo de la redistribución que se produce al adoptarse cualquier tipo de medida en el sistema publico de pensiones ya que el efecto podría no ser el deseado inicialmente.
La esperanza de vida indica el número esperado de años que vivirá una persona con una determinada edad, es decir, la expectativa de vida de dicha persona a su edad concreta. Se trata de una medida que puede resultar de gran utilidad cuando, para la finalidad perseguida, baste con una medida única que resuma esa expectativa.
Sin embargo, en otras ocasiones son necesarias otras medidas “de detalle” como, por ejemplo, la probabilidad de supervivencia del sujeto –trabajador en activo, inválido o dependiente- en cada uno de los periodos futuros (años, semestres, trimestres, bimestres, meses).
Eso es lo que ocurre en cualquier política que requiera la estimación precisa de los costes periódicos futuros esperados que implicará a largo plazo, como, por ejemplo, cualquier pensión pública, tanto contributiva como no contributiva, o un programa de renta mínima o ingreso mínimo vital, o un programa de prestaciones de dependencia, entre otras.
Por tanto, como actuario, no soy partidario de usar de manera generalizada la esperanza de vida, pues no es más que una medida resumen de otras variables que puede que sean más relevantes y útiles, y, si se utiliza en los casos anteriores, produce la ficción de que el periodo a lo largo del cual se aplica la medida o la política coincide con dicha medida –como si fuese un periodo cierto de tiempo-, así como de que todos los costes futuros son de la misma cuantía –no se producirán revalorizaciones de las pensiones, por ejemplo- y tienen el mismo valor en el momento en que se estiman, implicando, por todo ello, un tratamiento “de brocha gorda” que conduce a una infraestimación o a una superestimación de los costes esperados.
Usar de manera generalizada la esperanza de vida como indicador puede conducir a una infraestimación o a una superestimación de los costes esperados
Ésa es la razón por la que, por ejemplo, en el caso de las pensiones públicas contributivas de jubilación, estoy en contra del factor de sostenibilidad que se introdujo con la Ley 23/2013, y cuya aplicación se encuentra suspendida, pues existen formas más precisas desde el punto de vista actuarial de ayudar a la sostenibilidad del sistema de pensiones de la Seguridad Social procurando que el importe de las pensiones guarde una relación más equilibrada con la probabilidad de que el pensionista se encuentre con vida en cada uno de los vencimientos futuros de pensión.