Nos preguntamos continuamente cuántos años viviremos o, mejor dicho, cuántos años vivirá la sociedad en su conjunto. Esta pregunta es el origen de numerosas teorías y visiones que aluden a la necesidad de reformas (generalmente orientadas a una visión de escasez y competencia, en la misma línea de la catástrofe malthusiana) y, ¿por qué no? un reclamo estudiado para la promoción de planes privados de pensiones, en un intento de enlazar no sólo el cuánto viviremos sino el cómo. Un cómo, eso sí, analizado desde la perspectiva individual, olvidando que el ser humano es social y que, salvadas una serie de cuestiones básicas, para ser felices necesitamos también que los otros lo sean. Me explicaré ahora.
La reflexión acerca de cómo estamos viviendo más años (muchos más) que las generaciones pasadas es no solo habitual, sino cierta. Sin duda, los niños nacidos hoy esperan vivir muchos más años que nuestros abuelos y que los suyos propios (vivos hoy, y con esperanzas de vida también longevas). No obstante, es necesario reflexionar sobre varias cuestiones que pueden poner trabas a este que, sin duda, es el gran avance de nuestras sociedades. Más que la perspectiva individual, es la social la que quisiera poner sobre la mesa. Más allá de cuánto vas a vivir tú, vamos a pensar en cuánto vivirán tus vecinos. Y los que no lo son.
Ante el aumento de la esperanza de vida y la longevidad como fenómeno moderno, una de las cuestiones olvidadas, parece, es la desigualdad: es cierto que la Esperanza de Vida ha aumentado, pero no olvidemos que la Esperanza de Vida es una media a futuro que resulta de analizar las probabilidades de supervivencia del grupo a las diferentes edades. Cuando hablamos de longevidad (en teoría, una medida individual y que se analiza a posteriori), sin embargo, solo podemos hacer estimaciones menos finas, aunque sí generales y evidentes: en definitiva, y teniendo en cuenta las dos perspectivas, viviremos más, pero no todos por igual.
En esta desigualdad, la primera a notar es que existen grandes diferencias entre países: si la Esperanza de Vida media en el mundo es de 73,3 años, encontramos grandes diferencias entre lo 84,3 de Japón; los 81,5 años de Portugal; los 79,9 de Perú, o, en el extremo más bajo, los 50,7 de Lesoto (OMS, 2019, últimos datos disponibles). Pero esta desigualdad no es solo una cuestión de hemisferios o de continentes; como bien sabemos, también existen diferencias dentro del mismo país. En España, por ejemplo, hay más de 6 años de diferencia entre los 84,6 años de Esperanza de Vida calculados para la Comunidad de Madrid (87 para las mujeres y casi 82 para los hombres, señalando la clara diferencia por sexo) y los 78,4 de Ceuta, seguidos por los casi 80 de Melilla o los 81,5 de Andalucía. Estamos hablado de comunidades autónomas (regiones) con grandes diferencias entre los espacios urbano y rural, por ejemplo, o entre provincias, pero incluso cuando nos vamos al interior de los municipios o de las ciudades encontramos notables distancias. Por ejemplo, en la ciudad de Madrid (datos 2018) hay grandes desigualdades entre sus 21 distritos, con la esperanza de vida más elevada en el distrito de Barajas -que apunta 86,5 años- frente a la más baja en Puente de Vallecas -con 83,3 años-, y las diferencias serían más elevadas (calculadas en unos 7 años) si tuviésemos datos a escala barrio. Esta misma realidad se repite en otras ciudades del mundo, como Buenos Aires o Córdoba en la Argentina (uno de los países más urbanizados de Latinoamérica), con una diferencia de 4,6 años para los hombres y de 3,2 años para las mujeres entre distintas partes de la ciudad en Córdoba, por ejemplo, y que se repiten en otras regiones del continente, con diferencias de hasta 15 años de esperanza de vida entre las distintas zonas de la Ciudad de Panamá (Panamá) -hombres- o diferencias más bajas en las distintas zonas de San José (Costa Rica) -3 años para las mujeres-. Si nos vamos a las ciudades estadounidenses, las diferencias son más elevadas, siendo Estados Unidos una de las regiones del mundo en la que, sorprendentemente, ha disminuido la esperanza de vida. ¿Sorprendentemente? Quizá no tanto. Sin duda, el fenómeno (el gran error, la gran pérdida) de EE. UU. merece un post en exclusiva, así que hoy no nos adentraremos en ello.
Cuando hablamos de estas notables diferencias en la esperanza de vida no hablamos, a pesar de ciertos apriorismos -algunos de los que he tenido que contraargumentar con datos y en persona- que remiten las diferencias a los estilos de vida, haciendo así, con o sin intención, culpables de su sino a quienes viven menos. Y no, no es que niegue yo la importancia de los buenos hábitos como no fumar, hacer deporte o mirar a ambos lados antes de cruzar la calle (y quien me conoce, sabe que además por el paso de cebra), sino que la mayor causa de la diferencia en la esperanza de vida es, simple y llanamente, la pobreza. La pobreza acorta la vida. Aunque es difícil aislar las diferentes variables intervinientes, los estudios señalan que la pobreza reduce la esperanza de vida más que la hipertensión, la obesidad o el consumo de alcohol. Por ejemplo, el estudio referido señala que el consumo de alcohol reduce la vida (de media, y al menos) medio año, la obesidad lo hace en 0,7 años y la hipertensión en 1,6 años. La diabetes, una enfermedad metabólica crónica caracterizada por niveles elevados de glucosa en sangre (o azúcar en sangre) -que con el tiempo conduce a daños graves en el corazón, los vasos sanguíneos, los ojos, los riñones y los nervios-, disminuye la esperanza de vida es de 3,9 años. Más fácilmente evitables son el sedentarismo, que reduce nuestra vida en 2,4 años o el consumo de tabaco (que nos robará unos 4,8 años de vida de media). Ojo, también la soledad disminuye nuestra esperanza de vida y aumenta el riesgo de todas las cuestiones anteriores, aunque eso también merece un post aparte.
Aun así, todas, todas estas pérdidas de esperanza de vida potencial son inferiores a las que se han determinado cuando se analiza el impacto que tiene la pobreza en la esperanza de vida. Como ejemplo extremo, las personas que viven en situación de calle tienen una esperanza de vida considerablemente menor al resto de la población, que diferentes estudios calculan entre 17 años de media, con hasta 36 años entre las mujeres y diferencias de 44 años entre los hombres.
Si no abordamos está cuestión, la de la enorme desigualdad característica de nuestras sociedades actuales, no podremos en realidad hablar ni de sociedades longevas ni, mucho menos, de sociedades justas.