CENIE · 24 Julio 2023

¿Qué es ser viejo?

Cuando empecé a escribir mi tesis doctoral me encontré con un problema. Bueno, vale, me encontré con muchos: la tesis doctoral es un proceso largo, solitario y que puede ser, en ocasiones, una especie de lucha con uno mismo. Es un momento de autoexigencia muy elevado, en el que se emplea mucho tiempo y que, aun siendo un proceso de enorme aprendizaje, se ve perfilado por una serie de dudas que para algunos resulta un hito, una especie de crisis existencial que marca un antes y un después. Al menos, así fue para mí. Además, es (o así lo viví yo) un momento de gran soledad.

En mi caso, después de algunas vueltas y conversaciones con mis directores de tesis, tenía claro que quería analizar la vulnerabilidad residencial en España. Ese “palabro” venía a expresar lo que llevaba 3 años analizando en profundidad en un proyecto en la ciudad de Madrid que se denominaba “Integración social a través de la vivienda”. 

Aunque contaba con diferentes programas, este proyecto, que lideraba Luis Cortés, me permitió conocer situaciones que, incluso habiendo crecido en uno de esos barrios que llaman humildes (pobres, es la palabra que para mí lo define mejor) no había encontrado. Durante estos tres años conocí situaciones de exclusión residencial severa, como el sinhogarismo, pero también otras situaciones de las que apenas había oído hablar. Visité poblados chabolistas en la ciudad, como Cañada Real y algún otro que hace años que ya no existe. También visité o conocí la existencia de personas en pleno Madrid que carecían de ducha y bañera en el interior de su vivienda, que compartían el inodoro con otros vecinos, que tenían que salir de su casa para poder utilizarlo. Ya antes había conocido la vida en corralas de Vallecas que hoy ya no existen o que existían viviendas en situación de absoluta penuria situadas en edificios a los que daba miedo entrar, donde las escaleras amenazaban con caerse, viviendas sin un solo mueble por la incapacidad económica de sus habitantes, viviendas que no solo carecían de accesibilidad sino de muchas otras cosas. Incluso agua corriente. Situaciones que causaban un gran malestar y desigualdad y que yo denominé vulnerabilidad residencial (hasta publicaron este libro en el que hablo sobre ello) y sobre lo que ahora, por espacio, no describiré más. 

Lo que quizá me sorprendió más de aquellas visitas es que algunas de estas personas, en los poblados chabolistas, en las casas sin agua corriente, eran personas mayores. Algunas de edad muy avanzadas. También conocí a una señora muy mayor en situación de calle y sobre la que hablé en mi trabajo final de máster. Lo que todas tenían en común es que estaban en un momento vital en el que era muy difícil cambiar esa situación. ¿Por qué? ¿Cómo habían llegado ahí? ¿No se supone que la vejez es la etapa en la que hemos conseguido acumular más recursos? ¿por qué no habían podido estas personas?

Así que decidí analizar la intersección entre vivienda, vulnerabilidad y vejez. Si vulnerabilidad residencial ya parecía un palabro que había que describir muy bien, algo tan sencillo en apariencia como “vejez” no fue una cuestión menor. Para entender y definir la vejez había que analizar y comprender unos marcos comprensivos, que, sin duda, me dieron más de un quebradero de cabeza. 

A priori, el concepto vejez parecía claro, pero resulta que no lo estaba tanto: los conceptos vejez, envejecimiento, esperanza de vida, longevidad, se mezclan entre sí. Si, decía Bourdieu, “la juventud no es más que una palabra” no sucedía lo mismo con la vejez, pero la cosa se complicaba aún más cuando, lógicamente, era imperativo referir a los sujetos y agentes de esos estados y procesos. Si de la juventud los sujetos son los jóvenes, de la vejez lo serían los viejos. ¿no? Pero mientras joven nos evoca una serie de significados, viejo nos evoca otros muy distintos. Pensamos, simplemente, cuántos son negativos y positivos en uno y otro caso. 

Envidié a los angloparlantes en ese momento, que podían recurrir en sus escritos académicos a palabras como “elderly” “older people” “grey citizens”, entre otras. En español, sin embargo, llamar a alguien “ciudadano gris”, no parece lo más adecuado. Bonito, bonito, no es. Así que me dediqué a escribir páginas y páginas intentando no repetir la misma palabra una y otra vez, aunque comencé usando “anciano” e, incluso, intentando reducir el tono que podía parecer negativo de algunas cuestiones con edadismos del nivel “nuestros mayores”. Los mismos edadismos que hoy critico campaban a sus anchas en el primer borrador de proyecto. Si nuestros mayores fue fácil de superar (los mayores, simplemente, no son nuestros, ni tuyos ni míos; bastante tienen con ser de sí mismos), la palabra “anciano” me suscitó dudas enormes. Creo que hasta que ví una noticia en algún periódico que decía algo así como “un anciano de 66 años…” ¿Cómo? ¿Es una persona de 66 años un anciano?

Según la Real Academia de la lengua española (RAE), además de miembro del Sanedrín y freire más antiguo de cada convento, por anciano se refiere a personas de mucha edad. Pero… ¿cuánta edad es mucha? A mis dudas se sumaron las de algunos de los “afectados”. A medida que empecé a hablar con personas de las edades que yo planteaba analizar, me encontré con un rechazo total y absoluto a la palabra anciano. 

Las señoras recién jubiladas con las que hablaba no se consideraban ancianas. Yo misma no las consideraba ancianas. Se me ocurrió ir a una asociación de Vallecas donde podían apuntarse señoras que tuviesen más de 65 años a hacer diferentes actividades. Así que allí me planté yo en clase de gimnasia para intentar hablar con ellas de su experiencia residencial. ¿Cómo iba yo a considerar anciana a esa señora jovial de casi 80 años que saltaba al son de la música? 

Anciana me evocaba a otra cosa que refería solo a un conjunto menor de esas personas mayores. Así que esa fue mi elección provisional: personas mayores. No obstante, lo que hice fue preguntar a mis entrevistadas y entrevistados. ¿Con qué se identificaban ellos y ellas? ¿Qué preferían? “Anciano” provocó un gran rechazo: evocaba a fragilidad. Tampoco gustó en España eso de “adulto mayor” y “persona de edad avanzada” sonaba a demasiado laxo y un tanto próximo a la visión que rodeaba la palabra “anciano”.

Con las palabras “viejo” y “persona mayor” encontré sin embargo diferentes reacciones. Persona mayor evocaba a respeto, y solía gustar. Al final había que elegir alguna palabra para autodefinirse, y no hubo sugerencias de otros conceptos. Me sorprendió, sin embargo, cuando una señora reclamó para sí la palabra vieja. Concretamente, esta señora había trabajado toda su vida con chicas muy jóvenes, con niñas y adolescentes. Y lo que me planteaba es que estas eran “nuevas” y que ella ya no lo era. Ni lo quería ser. Ella era vieja. Y estaba bien ser vieja, porque simplemente significaba que ya no era nueva. A mí, su forma de analizar el concepto me convenció. Me pareció interesantísimo, porque planteaba una visión mucho más real del concepto de qué es ser viejo. Sin embargo, otra señora me decía que ella no era vieja, que vieja era la ropa, viejos eran los muebles. Ella no quería ser vieja. No quería serlo por toda la dimensión negativa en torno al término. De alguna manera, vieja y viejo era…lo que ibas a tirar. Lo que ya no valía. Lo que tenía que ser sustituido. 

La RAE no es una gran ayuda este sentido. Por viejo/a, entiende: “(Dicho de un ser vivo) De edad avanzada”. Una segunda acepción señala “Existente desde hace mucho tiempo o que perdura en su estado” y otra definición refiere “Que existió o tuvo lugar en el pasado”. En realidad, ninguna de estas acepciones me parece cargadas de negatividad ninguna. El problema viene cuando llegamos a otras acepciones como “usado o de segunda mano” y, sobre todo, a la de “deslucido, estropeado por el uso”.  Dejo fuera otras acepciones, como la de “Pez del grupo de las doradas, común en las islas Canarias y de carne muy apreciada“ o la referencia coloquial en desuso de viejos/as como pelillo del cogote y de las sientes, porque de estas no sé ni qué decir. 

Si la asociación entre juventud-joven parece sencilla, no problemática, no sucede lo mismo con la asociación vejez-viejo. La cuestión, en cualquier caso, es que “viejo”, per se, no es algo negativo, aunque a veces usamos la palabra como una categorización negativa, cargada de un significado aportado desde fuera y que tiene que ver con una connotación social, compartida, pero también con cuestiones más individuales, más referidas o contenidas y desarrolladas en el grupo de pertenencia. Si asociamos viejo a algo negativo (la vieja bruja que se quería comer a Hansel y Gretel, ¿era mala por bruja o por vieja?), el uso de la palabra lo será y nos evocará características rechazables. Sin embargo, si lo planteamos como decía esta señora, como un mero “dejar de ser nuevo” (es decir, con experiencia, con conocimientos que antes no tenías), ¿sigue siendo negativo?

“Viejo” y “vieja” son palabras con connotaciones, que pueden variar en función del momento y el contexto. Y que se pueden resignificar. 

Lo que reclamo es eliminar esas connotaciones negativas. Dejar de entender en esa palabra todo lo que no queremos ser. Que nos reapropiemos de la palabra viejo y vieja para referirnos a personas a las que amamos, a las que comprendemos, que sean palabras que simplemente identifican, de la misma manera que lo son las palabras niños, adolescentes o jóvenes.

Y aquí te pido ayuda: Cuando escribo o digo viejo o vieja, ¿qué viene a tu cabeza? ¿es para ti un concepto negativo? Si es así, ¿Por qué está asociado para ti a algo negativo, si es que es así? ¿crees que es posible reconceptualizar esta palabra y desvestirla de esos significados negativos? Sería de verdad maravilloso conocer tu opinión. 

Compartir 
En el marco de: Programa Operativo Cooperación Transfronteriza España-Portugal
Instituciones promotoras: Fundación General de la Universidad de Salamanca Fundación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas Direção Geral da Saúde - Portugal Universidad del Algarve - Portugal