En esta ocasión me gustaría hablar sobre las residencias de personas mayores, aunque no es parte de mis temas de investigación habituales. De hecho, el blog se llama envejecer en sociedad entendiendo que el envejecimiento en casa es el que permite (en teoría) poder envejecer mientras se sigue formando parte de la sociedad, de una forma que yo en mi tesis doctoral denominé integrada (aunque luego hubiese grados y diferentes impedimentos relacionados con la vivienda, punto clave de mi investigación).
Pero esta denominación y esta forma de plantearlo es una que me ha costado defender. Cuando comencé mi doctorado, como socióloga urbana interesada en vivienda, tenía una gran curiosidad por saber la situación residencial de las personas mayores en España. Es un tema sobre el que no hay una literatura abundante en España, aunque hay investigaciones de gran interés. Claro que me parecían interesantes otros temas, como la situación de los hogares de las personas mayores. Por ejemplo, con otros autores -Zamora, Barrios, Lebrusán, Parant y Delgado- escribí un capítulo titulado Households of the elderly in Spain: between solitude and family solidarities en el libro Ageing, Lifestyles and Economic Crises: The New People of the Mediterranean). Me interesaban también otras cuestiones sobre la experiencia de la vejez y formas de habitar, pero lo que yo buscaba era establecer la relación entre la vejez, la vivienda y las necesidades no resueltas desde el punto de vista residencial en España. Me decidí, finalmente, por la situación de las personas mayores residentes en hogares (esto es, viviendas principales).
Desde un abordaje estadístico, si queremos saber cómo viven las personas mayores en España, tenemos que distinguir entre aquellas que viven en hogares o viviendas principales (esto es, en una “casa”, vivan o no solos, con sus familias o con un amigo, ya sea en régimen de propiedad, en alquiler u otras formas) y quienes viven en establecimientos colectivos (residencias, sí, pero también aquellas personas que residen en un convento o en prisión, por citar algunos tipos de alojamientos colectivos).
En mi caso, mi interés se refería a las personas que optan por las diferentes formas de aging in place o envejecer en el lugar (concepto que se trabaja más en otros países, y sobre el que no hay un acuerdo pero que básicamente refiere esta idea de permanecer en hogares a medida que se envejece). Como ya señalamos, la mayoría de las personas mayores reside en una vivienda; según datos de 2011, solo el 3,57% de los mayores de 65 años reside en un establecimiento colectivo (290.019 personas). Por establecimiento colectivo el Censo de Población y Viviendas (Instituto Nacional de Estadística) considera toda aquella vivienda destinada a ser habitada por un colectivo, es decir, por un grupo de personas sometidas a una autoridad o régimen común no basados en lazos familiares ni de convivencia.
De manera más clara para comprender el concepto, dentro de los distintos tipos considerados como vivienda colectiva encontramos: Instituciones sanitarias; Residencias de personas mayores; Instituciones para personas con discapacidad o instituciones de asistencia social; Instituciones religiosas; Instituciones militares; Instituciones penitenciarias; y Otros tipos de establecimientos colectivos. La vivienda colectiva puede ocupar sólo parcialmente un edificio o, más frecuentemente, la totalidad del mismo.
Pero, volviendo a mi planteamiento sobre la conceptualización de envejecer en sociedad, ¿Por qué planteo que envejecer en casa -en la tuya, en la de tus hijos, en una a la que te mudas- es envejecer de forma integrada en la sociedad mientras que envejecer en una residencia no? No hablo aquí de calidad del envejecimiento ni me adentro en otras cuestiones que merecen más espacio y una mayor reflexión. Y de nuevo, aclaremos que este post no es una crítica a las residencias; en ocasiones pueden ser la mejor opción para envejecer. Volviendo a la pregunta, en las residencias a las que he ido (unas 14, de muy diferentes características, tanto públicas, concertadas y privadas) siempre me he tenido que identificar en la puerta o en recepción e indicar el motivo de mi visita al centro: la entrada no es libre. Además, en la mayoría de ellas, sobre todo en las que no estaban en zonas muy céntricas de la ciudad, existía algún tipo de valla que protegía a los habitantes de la residencia de los “peligros del exterior”. Y estas vallas y puertas, a veces más simbólicas que otras, igual que protegen, limitan la libertad de circulación y movimiento. Las rejas y las vallas funcionan en las dos direcciones.
En general los ocupantes contaban con (necesitaban) algún tipo de permiso familiar para poder entrar y salir. Y entiendo que no es el caso de todos estos centros residenciales, pero me sirven estas referencias para exponer mi punto: el espacio de la residencia se convierte en un espacio social privado o semiprivado, en tanto que existe la necesidad de una previa identificación (y por lo tanto permiso) de quienes entran y quienes salen. Comparemos el tipo de uso del espacio de los parques o jardines de estas residencias (algunos preciosos) con el de cualquier parque municipal. Juan, nuestro vecino del quinto que nos acompaña ya en tantos post, puede bajar al parque a jugar al Majhong con desconocidos. Puede pasear y jugar en esos parques públicos, pero no lo puede hacer en este espacio. Solo los usuarios autorizados del espacio de la residencia podrán jugar y relacionarse entre sí. No se abre la puerta (ni física ni simbólicamente) al posible establecimiento de nuevas relaciones con desconocidos que no sean residentes del espacio (o autorizados). Y eso significa que Juan no podrá conocer a Sofía y a Tomás, que son estupendos jugadores de Mahjong, pero que viven dentro de la residencia. Las partidas de Mahjong que se están perdiendo. Pues a eso me refiero. Comprendo la protección, pero dicha protección significa también una división de usos del espacio y una segregación. Si vamos más allá y analizamos la localización de las residencias en el espacio urbano (residencias, donde residen, no centros de día) veremos que, además, no suelen encontrarse en zonas muy céntricas. Esto es resultado de cuestiones lógicas (de planificación urbana y económicas también).
En general queda poco espacio disponible para identificar en las zonas centrales de los municipios, y además ese suelo es mucho más caro, lo que hace que estas residencias se sitúen en zonas más periféricas y más económicas (lo que no siempre se traduce en una reducción para los usuarios, sabemos). Es decir, la segregación no es solo simbólica sino también práctica, espacial y territorial incluso. En ocasiones esta cuestión de la situación en el espacio toma un cariz de impacto aún mayor, y algunas residencias se encuentran en las afueras de los municipios, alejadas de lo núcleos urbanos y con difícil acceso en transporte público. Esto también afecta sobre las visitas que reciben los ocupantes de las residencias.
Hace unos años, mientras esperábamos al autobús una señora me contó lo contenta que estaba porque su marido, que estaba en una residencia pública de la Comunidad de Madrid, había sido trasladado a una residencia más cercana. Me contaba que no podía ir a verle a la anterior si no le llevaban sus hijos en coche. La otra opción era ir en taxi, pero eso no se lo podía permitir, pues estaba realmente lejos. La señora vivía el traslado como un regalo.
Esto, que yo llamo una división espacial y una segregación etaria, sucede no solo en España sino en otros países europeos, de modo que las relaciones intergeneracionales quedan reducidas al mínimo. Pero también las intrageneracionales quedan acotadas por rígidas normas. En algunos centros (especialmente en otros países) incluso se separan a los ocupantes por plantas según el estado de salud y se necesita una acreditación para pasar a determinadas zonas. Esto añade otro nivel distinto de segregación, produciéndose niveles mínimos de interacción entre personas que sufren demencia y personas que no, por ejemplo, más allá de las que puedan tener con los profesionales que les atienden y los familiares. Es una separación que limita la interacción y la exposición a relaciones sociales. Que no permite envejecer de forma integrada sino al margen de la sociedad. Comprendo perfectamente la necesidad de las residencias. Pero abogo por residencias accesibles en lo económico y lo espacial, que puedan financiarse con la pensión y en las que haya control sobre calidad de los cuidados.
Esto también pasa por cuidar las condiciones laborales de las trabajadoras y los trabajadores, indudablemente. Pero, al menos mientras se mantengan estos modelos de residencias segregados del uso de la ciudad, protegidos y cerrados al exterior, no podremos hablar de residencias que permitan envejecer en sociedad. Tal vez necesitamos repensar estos modelos de residencias para poder plantear nuevos modelos de envejecer también en el caso de las personas institucionalizadas.