En general, me gusta dar charlas y asistir a las que puedo, igual que dar clase en la universidad, porque generalmente me cargan de energía, de ganas y de nuevas ideas. Sin duda, y si bien el mundo online nos aporta muchas facilidades, a veces nos ahorra tiempo (otras veces, todo lo contrario), el mundo presencial permite una oportunidad de interacción generalmente más sencilla, más profunda incluso. Tras una “presentación en directo” algunas personas se acercan a hablar, a consultar algo o a matizar alguna cuestión, y estas, y sobre todo el debate que surge en directo, es una de las formas en las que el conocimiento se convierte en acumulativo, en social, un conocimiento interactivo que se baña de realidad, por así decirlo. Cada persona que se acerca a hablar o interviene en una ponencia (sea como ponente o desde el público) está creando conocimiento compartido, ofreciendo sus conocimientos e ideas, aportando formas diferentes de ver una misma idea, compartiendo anécdotas y, en cualquier caso, creando riqueza. Ese es el motivo por el que me gusta dar clase; más que por lo que consigo transmitir -que, sin duda, y cuando realmente se consigue, es una de las mejores sensaciones del mundo-, por todo lo que puedo aprender. Cuando se generan conversaciones con la audiencia – una que participa y se involucra-, me parece uno de los procesos más ricos de adquisición y construcción de conocimiento.
La semana pasa tuve la suerte de participar en un seminario sobre la Accesibilidad por Derecho que organizaba CEAPAT. Para quien no sepa lo que es, este es el Centro de Referencia Estatal de Autonomía Personal y Ayudas Técnicas y que depende del IMSERSO (sí, esa gente que hace mucho más que organizar viajes). Las jornadas fueron muy interesantes (hablaremos más sobre ellas) pero sobre todo me sirvieron, a través de las aportaciones de mis compañeros de mesa, las preguntas del público, las conversaciones entre cafés y la preparación previa de la ponencia, para reflexionar sobre la cuestión de la heterogeneidad en la vejez. Incidí en ello durante mi exposición, y no es la primera vez que insisto en ello: la vejez no es una especie de umbral mágico que, una vez traspasado, soluciona todas las necesidades que tenemos o hace que desaparezcan los motivos y variables que explicaron la desigualdad a lo largo de todo el ciclo vital. Tampoco nos hace parte de una especie de club del pensamiento único, donde nuestro “yo” desaparece. Aunque hablemos de vejez, viejos, personas mayores, para referirnos a una serie de personas (más de 9 millones, ojo) catalogándoles de grupo, este no está conformado por elementos iguales, acríticos, diferentes del resto, pero iguales entre sí.
En la actualidad existe una atención social a la diferencia y a la individualidad, al desarrollo de la personalidad propia. Sin embargo, parece asumirse que el hecho de cumplir años acaba con esa individualidad y nos iguala, como si cada cumpleaños sumiese las cualidades particulares de la persona en el olvido y nos condenase a ser parte una especie de masa acrítica poblacional. Me parece que es así cada vez que aludimos a las personas mayores como grupos (cuasi-lobbies) con comportamientos y actitudes homogéneas, bajo afirmaciones como: “los viejos/personas mayores votan…”; “a los viejos/personas mayores les gusta…” Pero ¿Es esto real o es uno más de los estereotipos y prejuicios que tenemos sobre el hecho de cumplir años? ¿Votan todas las personas mayores igual? Esto es algo que a veces parece afirmarse en los análisis de votos ¿Es cierto? ¿Piensan todos igual? ¿Leen los mismos libros y ven las mismas películas? ¿O tal vez no lo hace ninguno -ni votar, ni leer, ni ver cine- en pos de esa igualdad que les atribuimos desde fuera?
Si la respuesta es “sí, todos y todas lo hacen todo exactamente igual”, ¿en qué momento se alcanza esa igualdad, esa heterogeneidad? ¿En qué momento de la vida confluye su forma de entender el mundo, sus gustos, sus aficiones?
Esta tendencia a agrupar comportamientos y actitudes y a sumir la individualidad en el grupo, ¿nos sucede en general? ¿Nos sucede igual de sencillo cuando lo aplicamos a otros grupos de edad? Pongamos por ejemplo la infancia, como grupo etario en el otro extremo del ciclo vital. Siendo muy laxos en la definición, podríamos considerar que este grupo estaría conformado todas las personas que tienen menos de 18 años, aunque tenemos muy claro que un niño en edad preescolar no tiene nada que ver con un adolescente de 14 años -bueno, los terribles 2 años, la inclinación por el no y la adolescencia a veces se parecen, pero este no deja de ser un chiste malísimo-, de la misma manera que sabemos que entre un bebé de 1 año y un niño de 3, pasan años luz. Es más; incluso 6 meses de tiempo en estas edades suponen un abismo. Como esta es una etapa de la vida en la que se producen numerosos desarrollos, tal vez no me aceptéis la comparativa, así que pongamos otro ejemplo. Voy a hacerme un poco de trampa a mí misma porque nuestra sociedad también tiene cierta tendencia a decir “los jóvenes son…” y pongo como ejemplo el grupo siguiente. Las olvidadas edades intermedias.
Pensemos en ese grupo que, se considera, ha dejado de ser joven. Hace algunos años se nos consideraba jóvenes hasta los 29, pero después se amplió esa edad hasta los 34 (hago aquí referencia a estadísticas europeas). Cojamos entonces a una persona de 35 (ya no sería joven según esta clasificación) y a una de 49 (lejos aún de la categoría de persona mayor). ¿Piensan igual? ¿Les gusta la misma música? ¿Ven las mismas películas? Pues puede darse el caso de que sí, de que voten a los mismos partidos políticos, de que vayan a los mismos conciertos y de que tengan preferencias por el mismo estilo de cine, pero estas serán más coincidencias fruto de la casualidad que de la causalidad. Es decir: que formen parte del grupo de “no jóvenes/no viejos” no les sumerge bajo un mismo sentimiento identitario ni homogeneiza sus gustos. Entre ellos (o ellas) hay solo 14 años de diferencia, pero un análisis que les sumergiese bajo la homogeneidad con base en la edad nos parecería un análisis erróneo, burdo cuando menos.
¿Por qué si nos parece una base de análisis válida cuando hablamos de personas mayores? Si analizamos (mero análisis cuantitativo) el grupo que conforma la vejez, esta incluye en España a personas desde los 65 hasta los 115 años (que sería la persona más longeva en España, si no me falla el dato). Es decir, el rango que abarca la vejez, si tomamos los datos de España, son más de… estamos hablando de un rango de…¡¡¡50 años!!! Con la pirámide de edad del grupo 65+ (datos del padrón municipal de habitantes de 2021, del Instituto Nacional de Estadística) podemos hacernos una idea visual de esta cuestión, aunque igual nos resulta más claro el cuadro que indico a continuación:
Si podemos entender que entre el millón de hombres de entre 70 y 74 habrá diferencias. (¿O creemos que serán iguales y actuarán de la misma forma esas 1.015.813 personas?) ¿Por qué asumimos que desaparecen cuando hablamos del conjunto? Animados por diferentes estereotipos asumimos que sus necesidades, visiones, necesidades, son las mismas, compartidas. Si echamos un vistazo a la prensa, a las noticias de televisión, esta es la realidad que parece transmitirse. Soy consciente de que, en el momento en el que decimos “los viejos/personas mayores son” no estamos pensando de forma específica en la amplitud de este rango de edades, sino que estamos conformando una especie de “imagen media de la vejez”. Pero, además de que esta idea “media” sobre las personas mayores suelen estar cargadas de estereotipos, ¿no os parece una forma de condena y de pérdida de riqueza de este grupo de población?
Agrupar y asumir esta imagen “media” al pensar en un determinado grupo es un ejercicio de simplificación psicológica relativamente natural; recibimos mucha información y resulta mucho más sencillo agrupar y simplificar. No obstante, una vez que somos conscientes de que hablamos de tantas personas dentro de un mismo grupo, no podemos evitar recapacitar sobre otras diferencias más allá incluso de las edades, que, ya que nos está indicando que sus experiencias vitales han sido enormemente diferentes y, por lo tanto, sus visiones del mundo (incluso al margen de sus características individuales) también lo serán. Indudablemente, entran en juego otras cuestiones que poco tienen que ver con el año de nacimiento, como puede ser el género, la procedencia socioeconómica, dónde nacieron y dónde crecieron, cuestiones estructurales y coyunturales, y, por encima de todas, su historia de vida personal, sus gustos, sus intereses. Su individualidad. Las ilusiones, gustos y necesidades de las personas no quedan homogeneizados por el hecho de que cumplamos años.