Hace unas semanas me invitaron a una sesión en el Senado argentino sobre el Proyecto de Ley de la Creación de la comisión bicameral de planeamiento del futuro. En síntesis, y simplificando mucho, lo que plantean es la creación de un organismo que se dedique en exclusiva a prepararse para lo que está por venir, analizando y estudiando las tendencias, los posibles efectos, riesgos y posibles soluciones. Algunos países y organismos internacionales han respondido ya a la necesidad (o a la potencialidad) que tiene la cuestión de adelantarnos a lo que está por venir, con la creación de instituciones de este tipo. Lo han hecho así, por ejemplo, la Comisión Europea, el Parlamento Europeo, las Naciones Unidas, la OTAN, la OCDE y los gobiernos de Alemania, Canadá, Finlandia, Francia, Portugal, Reino Unido y Singapur, entre otros, incluyendo España desde 2020. También Chile tiene un Consejo de Prospectiva y Estrategia desde 2014, por poner otro ejemplo en Latinoamérica. Esto de “pensar en el futuro” me parece que será clave porque la creación de una institución dedicada a pensar en la prospectiva permitiría, en este caso, a los argentinos a contar con la capacidad para que el país pueda generar conocimiento para adelantarse a los retos y oportunidades del futuro.
Participar en una ponencia en el Senado argentino fue una de esas experiencias enriquecedoras e ilusionantes que conservaré con extremado cariño y también con orgullo; el orgullo de poder aportar sobre una cuestión que será clave para la nación argentina, pero que además me ayudó a volver a reflexionar sobre la cuestión de cómo prepararnos para nuestra vejez y para las nuevas sociedades longevas.
Esto de las “oficinas del futuro” no son algo extraordinario ni excesivamente moderno en realidad: en España ya tuvimos una en 1976, cuando Adolfo Suárez fundó el Instituto Nacional de Prospectiva que se centró en cuestiones de economía, tecnología y defensa. Desapareció en 1982 (tal vez creyeron haber alcanzado ya el futuro, vaya).
Además de otros motivos, la instauración de instituciones investigadoras dedicadas a analizar, desde una perspectiva interdisciplinar (si no, poco útil será) las tendencias que marcarán el futuro de un país me parecen interesante como lucha contra el cortoplacismo. ¿Qué es esto del cortoplacismo? Básicamente es la tendencia a actuar a corto plazo sin pensar en un futuro que no sea el inmediato. Esta “urgencia por el presente” en el marco de actuación de los diferentes países viene, entre otras cuestiones, fomentado por el propio diseño político, con legislaturas cortas (aunque a veces se nos puedan hacer largas), de 4 años. Además, las políticas suelen ir muy motivadas por ese lema de “lo urgente siempre desplaza lo importante”, lo que hace que no seamos capaces de reaccionar con suficiente rapidez a los retos que una sociedad cambiante pone sobre la mesa.
Sin embargo, no podemos culpar solo a los países (o a los sistemas políticos) de no mirar hacia el futuro; a nivel individual somos muy dados a pensar de forma exclusiva en el presente y, si acaso, en el futuro inmediato (muy inmediato). De hecho, pensar en el futuro a veces tiene mala prensa, pues se asociad con ansiedad (como pensar en el pasado se asocia a depresión). Sin embargo, somos “hijos” de nuestro pasado de la misma manera que somos padres de nuestro porvenir. Olvidar ambas etapas puede descontextualizarnos en nuestra propia historia personal. Esto es importante sobre todo cuando pensamos en la vejez, esa etapa que siempre nos queda lejos hasta que estamos inmersos en ella por completo.
No pensar en el futuro tiene su lógica psicológica. En ocasiones el no mirar hacia adelante, incluso cuando se sospecha de forma probada un riesgo, esconde cierto sesgo optimista, bajo la idea de que “eso no me va a pasar a mi” y, por lo tanto, no hace falta que me prepare. En ocasiones más que un sesgo optimista es incluso uno muy negativo “no voy a vivir tanto como para que actuar de forma preventiva sea necesario”. A escala país o a escala sociedad tenemos ejemplos numerosos en nuestra historia reciente; la ausencia de planificación y esa idea de “esto no nos va a pasar” la vimos con la pandemia; incluso cuando el riesgo era inminente, los distintos países fueron reactivos a tomar medidas con tiempo y les costó prepararse para semejante realidad. Pero nos pasa a nivel individual, insisto. No pensamos en que vayamos a sufrir, por ejemplo, una enfermedad, o que vayamos a perder movilidad con el paso de los años. Jugamos aquí con la suerte y nos apoyamos con fuerza en el presente, proyectando nuestras necesidades futuras desde el momento inmediato, sin tener en cuenta los numerosos cambios y desafíos a los que nos enfrenta el día a día. Como si la realidad que nos define fuese inmutable. Tal vez es esta falta de aceptación del cambio la que nos dificulta el prepararnos para el futuro.
En muchas de las entrevistas que he realizado a personas mayores, los y las entrevistados oscilaban entre una aceptación un tanto reticente de la vejez (soy vieja, soy mayor, ya no hago determinada actividad como lo hacía unos años atrás) con la negación de la potencial necesidad futura a la hora de, por ejemplo, preparar la vivienda para los posibles cambios físicos asociados al avance de la edad. Cuestiones, por ejemplo, como cambiar la bañera por una ducha. Algunas personas, incluso, “aspiraban” a morirse antes de estar en una situación en la que no pudiesen levantar la pierna con la agilidad y flexibilidad suficientes. Distintos expertos señalan esta falta de reflexión sobre nuestras necesidades futuras, por ejemplo, a la hora de hablar de los recursos que necesitaremos más adelante, cuando lleguemos a la jubilación. De esto sabe mucho más Diego Valero, que trabaja en CENIE la parte de salud financiera, así que le preguntaremos a él en futuros post.
Volviendo a la cuestión de la prospectiva y el comportamiento de los países, todos ellos se enfrentan a retos, que pueden ser diversos según la idiosincrasia del país, pero que tienen una serie de drivers comunes. Es decir, existen una serie de tendencias globales que van a introducir sí o sí cambios en nuestras sociedades, como son el cambio demográfico (con un envejecimiento demográfico creciente), el cambio climático o la digitalización, que se impone al presente partiendo (y contribuyendo a) diferentes desigualdades. Todo ello afecta al mercado laboral, a la productividad, a la desigualdad, a las condiciones de vida del país. La cuestión sería responder a la cuestión de cómo vamos a prepararnos para ello. En mi opinión, necesitamos mirar hacia adelante, más allá de las ideologías, de los partidos, porque el futuro es común o no será. Debe entenderse que se trata de trabajar en un futuro de todos y en el que todos y todas podamos caber.
No se trata (¡ojo!) de predecir, de adivinar el futuro como si tuviésemos una bolita mágica, de predecir hacia dónde “soplará el viento”, sino de analizar las tendencias más probables de modo que podamos estar preparados para poder actuar con antelación. Para ello, indudablemente, debemos conocer y comprender. Este es uno de los principios que seguimos en CENIE: debemos analizar para conocer y, así, poder actuar de la mejor forma posible. Cómo prepararnos para nuestra propia vejez, cómo prepararnos para el envejecimiento social y cómo prepararnos para ser más saludables, contribuir más y mejor a la sociedad, pero, sobre todo, cómo prepararnos para vivir vidas más plenas durante esos años que estamos ganando y que caracterizan la transición de la longevidad, es clave.
La cigarra era una inconsciente, sí, pero somos cigarra con más facilidad que hormiga, de modo que a veces el invierno (aunque se repita año tras año) nos pilla desprevenidos. Intentemos cambiar este hábito. Los desafíos y oportunidades que implica la longevidad no pueden pillarnos desprevenidos.