La vejez solía percibirse como un estado de “enfermedad” o de “anomalía”, debido al deterioro biológico que la acompaña, y se atendía a la misma de acuerdo a criterios puramente médicos en el pasado. La nueva mirada ecológica al envejecimiento demuestra que el menoscabo físico y cognitivo en los mayores puede atribuirse también a las condiciones ambientales. Muchos estudios han demostrado que la soledad es uno de esos factores contextuales que juegan en detrimento del envejecimiento óptimo. ¿Lo es también el aburrimiento? Los niveles de satisfacción y percepción del bienestar en la última etapa de la vida están íntimamente asociados con el aburrimiento. Pero ¿es el tedio un factor de riesgo a la hora de garantizar un envejecimiento digno? Y, en caso de respuesta afirmativa (lo cual no está a priori nada claro), ¿lo es por razones exógenas o endógenas?
El aburrimiento en las personas mayores no despertó la curiosidad de los investigadores hasta casi la segunda mitad del siglo pasado. Desde entonces, no son pocos los expertos que han coincidido en que los mayores no se aburren o se aburren mucho menos que el resto de la población. Una breve revisión bibliográfica nos muestra que en los años treinta se pensaba que los mayores se aburrían menos porque el tiempo pasaba más rápido a partir de una cierta edad (Hoagland 1934). En los años sesenta, se recalcaba que el aburrimiento disminuía con la edad, a medida que decrecía la interacción con otras personas (Dean 1962). En la década de los ochenta, los estudios apuntaban a que los mayores se aburrían menos porque al llegar a la vejez se adoptaban menores niveles de actividad como parte de la adaptación a las limitaciones físicas y cognitivas (Golant 1984). Antes del cambio de siglo, algunos ensalzaban las capacidades de los mayores para tratar con el paso del tiempo y la organización del mismo, siendo el aburrimiento una experiencia marginal entre dicho grupo de edad (Vodanovich y Kass 1990). De hecho, un estudio publicado en la revista Social Science & Medicine por un grupo de investigadores del St. Bartholomew’s Hospital Medical College y del Institute of Gerontology de Londres demostró en 1993 que solo un 13-33% de los mayores admitían aburrirse. A principios del nuevo milenio, todavía hay quienes defienden que es falso que los mayores se sientan solos y aburridos (Tornstam 2007). Al contrario, postulan que el aburrimiento es una emoción ausente en la vida de los mayores gracias a que estos no sienten la urgencia de los jóvenes de buscar estimulación constante (Anda 2012). ¿Están en lo cierto? ¿Somos los más jóvenes los que atribuimos erróneamente a los mayores la experiencia no confirmada del aburrimiento?
Si bien es cierto que hay un sesgo por nuestra parte a pensar que los mayores se aburren porque son menos activos, también lo es el hecho de que solo una minoría de pensadores sostienen que justo por el hecho de serlo, los mayores son capaces de esquivar el aburrimiento. La mayoría de los estudios demuestran justo lo opuesto. En los años cincuenta, se afirmó que el aburrimiento era una enfermedad psicosocial que constituía el mayor problema del envejecimiento, uno tal que se agravaba exponencialmente con la edad (Still 1957). Concretamente, un artículo publicado en la revista Psychology and Aging de 1992 evidenció que entre los 65 y los 70 años la experiencia del aburrimiento comenzaba a aumentar hasta niveles preocupantes. Recientemente, se ha descubierto que el tiempo, lejos de pasar más rápido, se detiene a partir de los 75 años, siempre que las funciones cognitivas se mantengan intactas (Droit-Volet 2019). Especialmente entre los mayores dependientes, se trata de una afección que preocupa al 61,3% de ellos (Pérez Ortíz 2006). Incluso con las facilidades de la vida moderna, el aburrimiento parece ser uno de los mayores problemas en la vejez (Morioka-Douglas 2004) en todas partes del mundo (Du Toit et al. 2014), ocupando el puesto número 7 en el top-10 de las contrariedades más importantes para estos, según la organización HelpAge India (Bantwal 2006).
Si preguntamos a los mayores que tenemos a nuestro alrededor, vamos a encontrar respuestas que confirman tanto la postura del grupo de los primeros como la del de los últimos; aunque la balanza se inclina hoy por hoy hacia la segunda opción. Y es que el aburrimiento no afecta a todos por igual, incluso dentro de un mismo grupo de edad. Dentro del que conforma el que popularmente conocemos como “tercera edad” existe también una heterogeneidad innegable que imposibilita extender ningún tipo de conclusión a toda la población que lo conforma. Sin embargo, no podemos negar que existen evidencias acerca de que los mayores, con sus distintas circunstancias, se ven afectados por esta “plaga” de formas muy diversas.
Los estudios enfatizan que el aburrimiento en los mayores es muy variado dependiendo de muchos factores sociodemográficos. Por ejemplo, se dice que en los hombres tiene que ver con la pérdida de la capacidad de llevar a cabo ciertas actividades, mientras que en las mujeres se achaca más a la sensación percibida de falta de utilidad para los demás (Pérez Ortíz 2006). Además, se ha destacado que su experiencia varía mucho en función de si nos remitimos al grupo de edad de mayores de 65 o al de mayores de 85 (Bowling et al. 1993). Finalmente, un factor clave para determinar el grado de repercusión del aburrimiento en el bienestar físico y cognitivo es el lugar en el que se desarrolla el día a día de los mayores. Los que viven en residencias parecen aburrirse más que los que envejecen en sus comunidades habituales, como tendremos oportunidad de comprobar.
Son muchos los desencadenantes del aburrimiento en los mayores. En los años cuarenta, la principal causa reconocida del aburrimiento era la limitación de oportunidades por el detrimento físico y cognitivo (Pollak 1948). En los sesenta, los estudios del gerontólogo Lois R. Dean (1962) apuntaban a que el aburrimiento en los mayores era el resultado de la falta de energía y de su propia preferencia por estados más pasivos y una menor interacción con los demás. Dean vio claro entonces que los mayores sentían una invasión de su privacidad que les conducía a no querer socializar, a gustar de estar quietos y solos para no ser molestados por los ruidos de la gente y por sus historias. A su parecer, lo que más les incomodaba era el hecho de que los demás les increpasen y se empeñasen en ayudarles a hacer cosas. Todo ello desembocaba en un aislamiento y una inactividad que resultaba finalmente en el padecimiento del aburrimiento. En las siguientes décadas, otros investigadores afirmaron que el aburrimiento en los mayores era el correlato de la falta de independencia a la hora de tomar decisiones (Baltes y Zerbe 1976; Schulz y Brenner 1997), el abandono de los roles de adulto y la ruptura de las rutinas tras la jubilación (Farmer y Sundberg 1986), el repliegue hacia entornos excesivamente seguros (Parmelee y Lawton 1990) o la falta de planificación de actividades (Skeet 1991).
Actualmente, el aburrimiento en los mayores se remite al contexto (aburrimiento exógeno), por ejemplo, a la falta de compañía (Dickinson y Hill 2007), a problemas financieros (Benefield y Holtzclaw 2014) o a la falta de oportunidades para cuidar de los demás (Rasquinha y Bantwal 2016). Pero desde hace poco también se plantea que el aburrimiento pueda tener una causa endógena, es decir, que esté provocado por la reducción de las funciones cognitivas. Por este camino van los estudios de Conroy y su equipo (2010), cuando explican que muchos mayores desarrollan una propensión al aburrimiento (boredom proneness) que les incapacita para interesarse por el entorno aunque este sea estimulante.
Ya se trate de aburrimiento endógeno o exógeno, o de una mezcla de ambos, el aburrimiento ha llegado a considerarse un factor de riesgo a la hora de garantizar un envejecimiento digno porque su padecimiento sostenido en el tiempo provoca problemas tanto físicos como psicológicos que afectan al desarrollo de la vida de los mayores. El aburrimiento les provoca estados de enfado, irritación y frustración (Dean 1962; Chipperfield et al. 2003), agitación y nerviosismo (Cohen‐Mansfield et al. 1990) desórdenes del sueño (Ancoli-Israel et al. 2008; Bowling et al. 1993), decremento en las habilidades funcionales y en la sensación de salud percibida (Bowling et al. 1993; Chipperfield et al. 2003), soledad (Bowling et al. 1993; Creecy et al. 1985), desinterés por el mundo exterior (Cooney 2012), depresión (Morioka-Douglas 2004), aumento del consumo de alcohol (Brody 1982) e incluso ideaciones suicidas (Batchelor 1953). Solo un estudio de todos los consultados reporta que el aburrimiento es positivo en las personas mayores porque les insta a relacionarse entre sí, haciendo que sean más activos y tomen la decisión de embarcarse en proyectos (Anda 2012).
Llevaba razón Simone de Beauvoir cuando decía, en La Vieillesse, que solo teniendo proyectos en la vejez era posible escapar al aburrimiento. Pero, ¿qué sucede cuando los proyectos no están al alcance de la mano o simplemente se da por sentado que los mayores ya han cumplido todos sus propósitos en esta vida? Este es el problema al que se enfrentan los mayores que viven en residencias, en las que dependen de que otros sean capaces de promover un contexto emocionante que aleje el aburrimiento exógeno y evite el desarrollo del estado permanente de aburrimiento endógeno. En esta delicada circunstancia, creo que no cabe duda de que el aburrimiento puede convertirse en un factor de riesgo al que hay que prestar atención para garantizar un envejecimiento digno por parte de las instituciones. ¿Reconocemos en la actualidad que el aburrimiento es un factor de riesgo en las residencias para mayores? Os lo contaré en el próximo post.