Un famoso programa televisivo y un comentario de su director en Twitter han causado revuelo en las redes esta semana, alimentando el ya de por sí candente debate sobre el edadismo en nuestra sociedad.
El pasado 31 de enero, Salvados acogía a algunas grandes personalidades de nuestro país que han alcanzado prestigio y reconocimiento en sus respectivas disciplinas—como es el caso de la exalcaldesa de Madrid Manuela Carmena, del cantante Miguel Ríos o del entrenador de fútbol Javier Clemente—cuyo denominador común era que todos habían superado los 70 años. Las entrevistas pretendían mostrar las dificultades a las que se enfrentan los adultos mayores en España como consecuencia de los prejuicios y los estereotipos instaurados en nuestra cultura. También se tocó el delicado tema de las pensiones y, como no podía ser de otra manera, se prestó especial atención al hecho de que la gestión de la pandemia por COVID-19 en las residencias ha puesto de relieve las carencias del nefasto modelo de cuidado que impera en la actualidad.
Hasta aquí todo bien. Nunca viene mal que un espacio que llega a más de un millón y medio de espectadores cada semana visibilice una problemática tan extendida. Lo que nadie esperaba es que las palabras de Jordi Évole a colación del programa en la gigantesca red social Twitter fuesen a desatar una polémica como la que se ha generado en torno al lenguaje que utilizamos en el contexto del envejecimiento.
Enseguida saltaron todas las alarmas. ¿Dónde estaba el problema? Es cierto que “somos uno de los países del mundo con la esperanza de vida más alta” y que “tenemos que replantearnos seriamente el modelo de las residencias”; el periodista no ha inventado la rueda al decir esto. Pues bien, el jaleo vino porque Évole había escrito “nuestros mayores”. No tardaron el sobrevenir las críticas.
Desde el portal SerCuidadorA de la Cruz Roja (@SerCuidadorA) le corregían al día siguiente: “¡No son nuestros mayores!”
La Fundación Matia (@MatiaFundazioa) le respondía en la misma línea adjuntando la imagen de la campaña contra el edadismo lanzada en 2019 por la Dirección General de Personas Mayores y Servicios Sociales del Ayuntamiento de Madrid.
La psicogerontóloga feminista Agnieszka Bozanic (@Agni_Bozanic) compartió unas imágenes educativas por cortesía de GeroActivismo y Bricofem para evitar el uso del lenguaje edadista al grito de la proclama “Menos #edadismo, más #GeroActivismo”.
Infocomunicación (@InfocomS) recomendó la guía Personas mayores y lenguaje cotidiano de Teresa Martínez (ACPgerontología), que analiza unos 150 términos y expresiones comunes en los entornos de cuidado. Otros apostaron por la chilena Escribir sin edadismo, escribir con geroactivismo de GeroActivismo y Bricofem. Para los menos dados a la lectura, se facilitaron grabaciones de webinarios como Comunicación Responsable para Personas Mayores, celebrado el pasado 29 de enero de 2021. Y la lista continúa.
Todo el mundo ha querido aprovechar el tirón de Évole para aportar desde el máximo convencimiento su granito de arena a la causa. Pero, ante este fenómeno, muchos se han preguntado: “¿Están ustedes hablando en serio?”. No es desde luego mi intención dar más pábulo a Évole ni a su programa de entretenimiento; pero sí lo es el avivar la llama de este necesario debate. Y digo “debate” porque no todo el mundo ve claro que el lenguaje y las expresiones que empleamos cotidianamente para referirnos a las personas mayores puedan en modo alguno ser dañinas. ¿Es realmente tan importante la cuestión del lenguaje de cara a la propagación o la erradicación del edadismo?
Los filósofos del lenguaje han estudiado durante siglos cómo las palabras son capaces de configurar nuestro pensamiento. Por ejemplo, Frege decía que los teóricos referencialistas estaban equivocados al pensar que los nombres eran simples etiquetas y mostró a través de la teoría descriptiva la importancia de pensar en el sentido que otorgamos a las palabras para que estas adquieran su significado en un determinado contexto. La corriente heredera del cartesianismo afirmaba que las palabras cobraban sentido a través de su asociación a representaciones mentales. Y la teoría de Sapir-Whorf explicaba que el lenguaje, vinculado a la cultura, tenía una importancia crucial a la hora de organizar, pensar o incluso percibir el mundo.
Por su parte, la visión social del lenguaje de Wittgenstein nos recuerda que el significado de las palabras depende de su uso y de cómo se aplique en cada caso. Griece mostró que somos los hablantes los que damos significados a las palabras a partir del concepto de intención comunicativa. Lo que significan las palabras es lo que nosotros hacemos que signifiquen y este significado depende siempre de la intención comunicativa del hablante. La intención comunicativa de Évole al emplear la expresión “nuestros mayores” no era, estoy segura, ni mucho menos la de resultar ofensivo. Y, sin embargo, muchos son los que advierten en sus palabras un significado peyorativo.
¿Por qué palabras como “viejos” o “ancianos” y expresiones como “nuestros mayores” o “los más vulnerables” tienen connotaciones negativas para algunos hablantes? Esto es así, dicen los expertos, por la sencilla razón de que en nuestra cultura asociamos a las mismas un significado relacionado con la inutilidad, lo inservible, la incapacidad, la incompetencia, la fragilidad, la indefensión o la dependencia. Todas estas palabras y expresiones comparten un “aire de familia”—que diría el citado Wittgenstein—que no hace sino fomentar las actitudes paternalistas, la desigualdad y la discriminación por razón de edad, así como la creencia de que los mayores son como niños a los que hay que ayudar y proteger constantemente. Al parecer, el uso de estas palabras refleja los numerosos estereotipos que se atribuyen a las personas por el simple hecho de tener una edad avanzada y desestiman la heterogeneidad inherente a los mayores, su valía y su capacidad de aporte a la sociedad. El verdadero problema está, dicen los que entienden de esto, en que la perpetuación de este tipo de lenguaje, cargado de falacias, resulta a la larga en una simplificación y una estigmatización que acaba conduciendo al trato condescendiente y estandarizado hacia dicho grupo de edad.
Al leer un poco más sobre esto me pregunto: ¿Acaso no estamos nosotros mismos tratando de proteger a los mayores al abogar insistentemente por un cambio en el uso del lenguaje que creemos que les hace mal? ¿No los estamos mirando como si fuesen niños que no saben hablar por sí mismos y a los que hay que defender a capa y espada? ¿No estamos contribuyendo a la cronificación de los estereotipos al intentar desterrar de nuestra lengua toda una serie de conceptos por la fuerza, en lugar de resignificarlos a través de la revalorización de nuestras representaciones mentales sobre los mayores? “Viejo” no siempre ha sido sinónimo de “acabado”. En el pasado significó sabiduría, respeto y conocimiento. La palabra sigue siendo la misma; la cosa está en que nosotros ya no vemos a los mayores de la misma manera en que los veíamos antes.
Creo que el problema no está tanto en las palabras como en el significado que les otorgamos. No es tanto una cuestión de alterar los nombres, como de resignificarlos a través de un cambio mucho más profundo que pasa a su vez por una transformación de nuestra representación mental de la vejez en la actualidad. Si pensamos que los mayores son un lastre para la sociedad, da igual que los llamemos “viejos”, “personas de avanzada edad”, “seniors” o “ancianos”. ¿Qué diferencia hay entre decir “viejo” y decir “persona mayor” a la hora de romper con la homogeneidad que se les atribuye como colectivo? No sirve de nada emplear la expresión “mayores” en lugar de “ancianos” si cuando vemos a una persona de 80 años por la calle pensamos—incluso sin quererlo—“pobrecita” o “¿a dónde irá sola a estas horas?” o “¿cómo se le ocurre hacer eso a su edad?” Yo trato de seguir siempre las recomendaciones lingüísticas para referirme a los mayores de manera respetuosa y, aun así, por más que me esfuerzo, no consigo desterrar del todo estas ideas que aparecen en mi mente cuando menos me lo espero. El peso de la cuestión, me parece, recae sobre la idea de fondo que tenemos sobre el envejecimiento y no tanto en las palabras que utilizamos. Cambiar las palabras no llevará a ninguna parte si este esfuerzo no va acompañado de un cambio de mentalidad.
Entiendo, sin embargo, que quienes apuestan por un cambio en el vocabulario creen haber encontrado en este mecanismo la fórmula para promover una percepción de los mayores ajustada a la realidad y de justicia con aquellos. La batalla contra el edadismo en el lenguaje se extiende más allá de los nombres que utilizamos para referirnos a las personas mayores generalmente. Otros términos comunes en el contexto institucional como “asilo”, “geriátrico”, “dependencia”, “discapacidad”, “paciente”, “cuidador” o “enfermero”, por mencionar algunos, están en el punto de mira y se aconseja su sustitución por otros como “residencia de mayores”, “comunidad”, “interdependencia”, “capacidades distintas”, “residente” o “compañero de cuidados”. Todo esto no tiene alcance si no va de la mano otros cambios estructurales. A mi madre le va a dar igual que le diga “te estás haciendo vieja”, “te estás convirtiendo en una anciana” o “ya eres una persona de edad avanzada”, porque tiene una representación mental negativa del envejecimiento. De igual manera, si le digo a mi padre “tendrás que ir a vivir a un geriátrico” o “tenemos que llevarte a una comunidad para personas mayores”, le va a sentar igual de mal porque la idea que tiene de estas instituciones es muy negativa y no le vale de nada que edulcore mi forma de referirme a ellas. Que nadie me malinterprete; el cambio en el lenguaje me parece un buen comienzo y no me tomo el asunto a broma: solo le doy vueltas en mi cabeza.
Estas reflexiones me han traido a la memoria mis inicios en este blog. Cuando escribí mi primer post, mi querida amiga y coordinadora de Envejecer en sociedad, Irene Lebrusán, me advirtió sobre varios problemas que había encontrado en el mismo en lo tocante al lenguaje que había utilizado para referirme a las personas mayores. Lo cierto es que empleé recurrentemente expresiones como “ancianos” o “tercera edad”—ya me habían advertido de que “viejos” no se podía decir—y no entendía qué problema había en ello, si yo iba a seguir teniendo la misma representación en mi mente de estas personas las llamase así o de cualquier otra forma. Hoy, me perdonarán los que saben del tema—y ojalá me ilustren también—, sigo sin tenerlo del todo claro. Transformar el lenguaje es una de las maneras de crear una nueva cultura del cuidado, dicen mis mentores de la Alternativa Eden. Pero ¿será el uso de un lenguaje distinto capaz de contribuir a alterar nuestras enquistadas representaciones mentales sobre el envejecimiento? Si así es, me sumo a la revuelta sin dudarlo.