Juana (podría haberse llamado Antonia o Mercedes, pero llamémosla Juana) era una secretaria increíble en la sucursal española de una empresa internacional. Una de esas empresas internacionales que todos reconocemos. Según Rafa (uno de los jefes de departamento) Juana era, con diferencia, la mejor secretaria que había conocido: eficiente, aplicada, trabajadora y con mano izquierda. Comprometida.
Juana, tras toda una vida de experiencia en la misma empresa, no solo sabía ya los vericuetos de su profesión y las particularidades de su entorno laboral, sino que controlaba perfectamente la dimensión más personal. Conocía la forma adecuada para abordar al personal de cada departamento, rarezas y particularidades incluidas. Además, tenía una capacidad destacable para la organización, tanto la propia como la del trabajo de los demás: los mecanismos de organización laboral de Juana dejaban al superventas “getting things done” a la altura del betún.
Sin embargo, y a pesar de su valía, cuando llegó la fecha marcada por convenio, la empresa organizó una bonita fiesta de jubilación, con regalo hortera de despedida incluido y Juana fue jubilada. Fue jubilada, en pasivo, porque a Juana nadie le preguntó si quería o no jubilarse: no fue una acción decidida por ella, con intención, resultado de un deseo personal, sino que fue una decisión tomada desde fuera. Incido en esta cuestión porque, según me contaba este jefe de departamento: Juana sí hubiese seguido trabajando. Quizá con un horario reducido, con un horario más flexible. De hecho, de haber podido elegir, hubiese cambiado algunas cosas.
Pero a Juana le gustaba su trabajo, le gustaba relacionarse con sus compañeros, se sentía extremadamente útil (se sabía necesaria) y sentía que aún tenía mucho que aportar. Sin embargo, la empresa (real, insisto) que cerró 2023 con un beneficio atribuible neto de 331.305 millones de yenes (2.046,9 millones de euros) consideró que habilitar mecanismos para que Juana siguiese aportando en su puesto laboral o, incluso, preguntar su parecer, era innecesario. La empresa consideró que era mejor sustituir a Juana por alguien que iba a cobrar menos: sin antigüedad, sin complementos.
Me recuerda al caso de Ana (este sí es su nombre real) que fue compañera mía en unos grandes almacenes y que no quería jubilarse. Era, y lo digo con seguridad, la mejor dependienta de la planta; Ana era una artista de la venta y de la atención al cliente. Ana, que además necesitaba el trabajo debido a un divorcio inesperado, pidió expresamente seguir en su puesto laboral, pero no se lo permitieron. Ana también fue jubilada.
Volviendo a nuestra Juana: tras la fiesta de despedida, vino el caos en la compañía; al menos temporalmente. Posiblemente, Juana hubiese sido un elemento clave para enseñar a la siguiente secretaria algunos de los vericuetos y dificultades a los que se tendría que enfrentar. Juana hubiese sido clave en un proceso de mentorización que hubiese acelerado el proceso de aprendizaje de la nueva secretaria, reduciendo errores, disfunciones y, sobre todo, reduciendo el estrés innecesario de la persona que sustituyó a Juana. La secretaria jubilada hubiera sido clave en el aprendizaje y desempeño de nuevas generaciones de secretarias en la compañía, pero la empresa ni se lo planteó, porque además las nuevas secretarias cobran menos que las Juanas que son jubiladas. Esto resulta enormemente contradictorio en empresas que dicen apostar por la innovación, por nuevos estilos de gerencialismo y por la dimensión social de sus empresas. Mucho certificado de calidad en el discurso y poca atención a la dimensión humana.
El argumento para no continuar con los servicios de Juana (¿Antonia? ¿Mercedes?), eran: a) la dificultad de conciliar el salario con la pensión; b) la economía de la empresa, desde la que se consideraba que era más barato sustituir a Juana por una persona con menor salario; c) la dificultad de crear un horario flexible o una jornada reducida que le hubiese facilitado eso que a veces llamamos vejez activa; d) una combinación de las anteriores. Pues elija usted su opción, pero el caso es que esta señora (cuyo nombre me invento, pero no su historia) ha pasado a ser una jubilada más y su potencial ha sido perdido. Si la empresa fuese capaz de tener en cuenta cómo afecta el estrés al desempeño, cómo intervienen los factores humanos en las organizaciones y los procesos de aprendizaje e, incluso, cómo funciona la motivación, mantener a Juana y convertirla en mentora hubiera sido la mejor inversión posible.
Aquí hay varias cuestiones, más allá de la dimensión individual/personal. Estamos hablando de una persona que sí desea seguir trabajando. Esta es la primera clave. No hablo en este momento de las personas que desean jubilarse (y que, no nos olvidemos, es un derecho); hablo en este post de quienes sí desean seguir trabajando y formando parte de una empresa, que no deja de ser, en parte, una organización social.
Hacer énfasis en la dimensión social de las empresas y de las organizaciones o en cómo el trabajo se ha convertido en un mecanismo de estructuración de la cotidianeidad no es algo menor; se nos prepara toda la vida (mediante la socialización) para ordenar nuestro día a día a partir de nuestro trabajo. Nos relacionamos con y en el trabajo, que acaba siendo nuestra fuente principal de sociabilidad – y con esto no afirmo ni creo que sea bueno, pero lo cierto es que es-, que además es considerado uno de los factores clave en la integración social. Tanto es así que nuestro trabajo llega a definirnos: nos presentamos en la vida cotidiana a partir de nuestro trabajo. “Soy Juana y soy secretaria en la empresa “z””.
Sin embargo, y a pesar de toda esa presión social a lo largo de nuestra vida (“¿y en qué quieres trabajar cuando seas mayor?”), en un momento determinado y a través de un criterio tan arbitrario como son los años cumplidos, se decide (desde fuera, sin contar con nuestra opinión) que ya no debemos (o podemos) seguir formando parte de esa estructura. ¿Significa que ya no se nos considera útiles?
Es comprensible que la jubilación impuesta (en este caso lo fue) se asuma y se viva como una especie de alegato contra nuestra utilidad; como un insulto, incluso. Es como si los años cumplidos estuviesen decidiendo nuestra capacidad laboral. Insisto aquí que no hablo de una imposición de alargar la etapa laboral, sino de orquestar los mecanismos necesarios para que, quien lo desee, pueda seguir formando parte de esas estructuras sociales que, además de ser claves para nuestra subsistencia personal, se han erigido como los pilares de nuestras relaciones sociales (sobre lo negativo que es esto, hablamos otro día, pero no le quita verdad a la afirmación).
El hecho de pensar que una persona pierde valor a medida que cumple años es aplicar la cosificación a los seres humanos (esa que bien conocemos las mujeres) y además reconocer una torpeza tremenda dentro de la propia empresa: ¿era esa persona útil hace unos meses, antes de cumplir una determinada edad? ¿O me estás diciendo que hace años que esa persona no aportaba lo necesario? ¿Cómo puede ser que de la noche a la mañana una persona deje de ser útil en una organización?
Insisto, de nuevo, en que la jubilación es un derecho, pero haciendo hincapié en que no debe ser una imposición. No podemos aceptar discursos que plantean la disminución del valor del desempeño laboral de una persona por el hecho de cumplir años.