En los últimos años hemos asistido a numerosos cambios sociales, económicos, tecnológicos y demográficos. Son estos últimos los que parecen plantearse con miedo, a veces como sinónimo de algo negativo.
La transición demográfica da lugar a un cambio en la estructura poblacional; por un lado tenemos menor número de nacimientos mientras que se produce un aumento de la longevidad que afecta a más cantidad de población (más viejos lo son durante más tiempo). Mientras nacen menos niños, generaciones amplias llegan a la vejez: los abuelos tienen menos nietos, pero los nietos disfrutan de más abuelos y lo hacen durante más tiempo. De manera sintética: nunca antes tan pocos nietos habían tenido tantos abuelos.
Este cambio demográfico nos asusta, y desde algunas perspectivas es planteado com una amenaza al sistema económico y social. Recordemos dos ejemplos concretos: Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, se refirió al aumento de la esperanza de vida como un riesgo económico ante el que había que reaccionar. Taro Aso, entonces ministro de economía en Japón, daba un paso más allá (muchos, en realidad) cuando en 2013 decía que “los viejos deberían darse prisa y morir” (https://www.theguardian.com/world/2013/jan/22/elderly-hurry-up-die-japanese) para aliviar la presión sobre el gasto sanitario. Hay que recordar que en ese momento Taro Aso tenía entonces 72 años, con lo que no nos queda claro a qué viejos se estaba refiriendo o quién es viejo según su criterio. Hoy tiene 78 y, además de seguir en activo como ministro de economía, es vice primer ministro del gobierno japonés. La visión negativa que se tiene de la vejez parece aplicarse en abstracto, y siempre hacia fuera. Como decía mi profesor de demografía: “Nos quejamos de la vejez, pero queremos que nuestros abuelos vivan muchos años”.
Las percepciones de Aso o Lagarde son simples ejemplos de los estereotipos que continúan primando cuando se habla sobre la vejez. Esto viene relacionado con el tipo de estudios que se realizan: si bien es cierto que el aumento de la proporción de personas mayores ha despertado mayor interés, la mayor parte de los análisis se centran en cuestiones económicas, planteándola como una carga sobre las arcas públicas que conduce inevitablemente a la competencia y al enfrentamiento intergeneracional y no como una etapa de oportunidades.
Estas percepciones dejan de lado no solo el gran logro (precisamente económico y social) que supone el alargamiento de la esperanza de vida en condiciones de salud. Sin duda, el aumento de la esperanza de vida es el mejor logro social del que disfrutamos hoy día. Recordemos que el aumento de la esperanza de vida no significa solo que las personas mayores viven más; también significa que los jóvenes mueren menos.
Otros estereotipos referidos a la vejez tienen que ver con la idea de heterogeneidad. Se asume no solo que todas las personas mayores tienen las mismas condiciones (los viejos son ricos/ son pobres). Se asimila esta etapa vital como una especie de categoría que absorbe las características individuales, y que además permanece inmutable en el tiempo, quedando al margen del cambio social.
Estas perspectivas pasan por alto cómo hemos visto cambiar la experiencia de la vejez, la participación y contribución de las personas mayores en la sociedad e incluso, el umbral a partir del que consideramos que alguien es “viejo”. Con el paso del tiempo la vejez (como esa categoría abstracta sobre la que tanto hay que matizar) parece haber ido retrasándose, pero también se ha redefinido, teniendo un significado diferente del que tenía hace unos años. Este cambio social resulta más evidente si pensamos en nuestras propias abuelas, por ejemplo, y en la imagen que teníamos de ellas. ¿Concuerdan con la visión de la vejez de hoy?; ¿Son iguales las personas que tenían 65 años en 1991 que quienes tienen 65 años en 2019? Y, la forma en la que se vive la vejez, ¿es la misma o podemos decir que ha cambiado? Este cambio no aplica solo a las características externas, más visibles (su apariencia, la forma de vestir, los peinados) sino que, mucho más importante, podemos detectar con facilidad cómo han cambiado las costumbres sociales e incluso las expectativas y vivencias que experimentan cuando pasan el umbral de los 65 años.
Sintetizando lo anterior: la forma en la que se experimenta la vejez ha cambiado. El aumento de la longevidad se acompaña de un aumento de la calidad de vida durante la vejez: se producen mejoras en la salud y en el estado físico, que nos permite ser activos durante más años. Vivimos más años, y aunque es cierto que aumentan las enfermedades asociadas a la edad en los últimos años de la vida, no significa que la vejez sea sinónimo de enfermedad o de fragilidad.
Entre estos cambios destaca la capacidad y la autonomía hasta edades más elevadas, aunque probablemente lo más característico de esta nueva vejez son las ganas. Las ganas de participar en sociedad, de permanecer en ella, de ser una parte activa del entorno. Las personas mayores desean seguir formando parte de sus comunidades durante todo el tiempo posible, contribuyendo de la misma forma (a veces incluso de forma más activa) que lo hicieron durante edades previas. Es decir, el cambio demográfico se acompaña de un cambio social que afecta sobre todo a cómo se concibe la propia vejez. Estas personas son pioneras, porque redefinen la experimentación y la concepción de la vejez. La vejez deja de ser sinónimo de estar apartado de la sociedad. Estas personas desean envejecer en sociedad. Y tienen mucho que aportar.