A veces (muchas) leo o escucho que los españoles se jubilan demasiado pronto, y que detrás de esto existen una serie de explicaciones entre las que la cultura tiene mucho que ver. Lo cierto es que no creo que este tema se haya estudiado lo suficiente, por lo que no me atrevería a decir que la afirmación es correcta, pero es verdad que de forma habitual usamos expresiones como “¡cuándo me jubilaré!” o similares, demostrando, cuando menos, cierta desgana laboral.
Estas afirmaciones esconden una realidad bien fea, que solemos interpretar como que no nos gusta trabajar: que somos un poco vagos, vaya. Más allá de esa posible explicación y con la certeza de hasta la devoción deja de serlo cuando se convierte en obligación, aun sabiendo que madrugar les gusta a muy poquitos (entre quienes no me incluyo), para mí lo que implican las referidas afirmaciones es que no nos gusta nuestro trabajo. No nos gusta por motivos diversos, que van mucho más allá de tener que madrugar o coger un metro abarrotado en hora punta.
Teniendo en cuenta que pasamos más de 8 horas diarias trabajando (en general, cuando no más) afirmar que no nos gusta nuestro trabajo, tanto que deseamos acelerar la vida para llegar a la jubilación (como una especie de espera ansiosa por lo que llamaré el fin de semana vital) es bastante terrible. Eso implicaría que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo deseando estar en otro lugar, haciendo algo diferente, que no nos gusta lo que hacemos.
Sin embargo, cuando hablo con algunas personas sobre su desafección laboral, sobre ese desagrado que les despierta simplemente el pensar en su trabajo, la realidad parece ser otra bastante diferente. Pongamos como ejemplo a Magdalena (nombre ficticio, como todos, aunque los ejemplos sí sean casos reales) que a veces me habla entusiasmada de los proyectos que lleva a cabo en su trabajo, trabajo que a la vez desprecia profundamente. En realidad, lo que a Magdalena le disgusta de su trabajo no es lo que hace en su día a día, sino las formas o modales que utilizan algunos de sus superiores, el clima general que existe entre los compañeros, los comentarios con dobles sentidos, los desplantes e, incluso, los “robos” de ideas cuando hay que hacer méritos ante el jefe supremo. Tampoco le gusta que, el mismo día que ha estado mano sobre mano (es un decir) porque el encargo no llegaba, tenga que quedarse a hacer horas extra no remuneradas. Pensemos también en Javier, a quien no le disgusta lo que hace. De hecho, algunas partes de su trabajo que le suponen un reto intelectual, eso le apasiona y de las que puede aprender mucho, le encantan. Lo que no le gusta es no saber nunca a qué hora va a salir, tener que cancelar citas con amigos (o con chicas), la ausencia absoluta de su jefe en su capacidad, que le hable con cierto desprecio (aunque siempre con tremenda educación) o la falta de información sobre los siguientes pasos del proyecto. A Marina lo que le disgusta es que su jefa, cada día, le haga comentarios sobre su ropa (no siempre bienintencionados), cuando sube o baja de peso, o que haga como que no la ha oído en las reuniones generales. A Daniela lo que no le gusta es lo poco que le pagan, además de no poder elegir los días de sus vacaciones, que le llamen para preguntarle cosas durante el fin de semana o la forma en la que se ríen sus compañeros (alentados por su jefe) cuando pregunta algo que a los demás les parece muy obvio. Ninguna de estas personas (insisto, con otros nombres, pero siendo todos casos reales) odia lo que hace, la actividad en sí, sino las condiciones en las que lo hacen.
Y sí, también hay gente que odia el trabajo que realiza. Por ejemplo, me acaban de decir que los bulos que algunas personas emiten en internet, es una forma de trabajo, y que monetiza mucho. Me parece un trabajo terrible, la verdad, así que yo odiaría ese trabajo, aunque es posible que no lo eligiese, en primer lugar. Dicho esto, creo profundamente que, incluso cuando no me gustó el trabajo que realizaba, la situación hubiese mejorado mucho si el trato, los horarios y demás hubiesen sido mejores. Con menos estrés, con más respeto.
A lo que voy, con estos ejemplos tan largos, es a que no tenemos entornos de trabajo agradables. Esta es una realidad. Es habitual que no nos sintamos valorados en nuestro trabajo, que a algunos de nuestros superiores se les olviden a veces las formas. Esto incluso entendiendo que pueden estar bajo mucho estrés, que puede que ellos también sean mal tratados por la persona que está un poco más arriba en la pirámide. Aquí hay que recordar, sin embargo, que nunca, nunca, pasarlo malo o estar sufriendo nos da carta blanca para tratar mal a los demás.
Ante estas burdas generalizaciones que estoy haciendo, hay excepciones, sin duda. Claro que existen entornos de trabajo agradables, compañeros excelentes y superiores que valoran tu esfuerzo y te lo hacen saber, que comprenden que respetar tus horarios te ayuda a estar más feliz y, por lo tanto, a ser más eficiente, que confían en tu capacidad. ¿Cuántos casos conoces? Esta sería una interesante pregunta para empezar una investigación, pero a lo que voy es a otra cuestión. Cuando afirmamos (medio en broma medio en serio) que estamos deseando jubilarnos, ¿puede tener este ambiente laboral algo que ver? No me olvido de los atascos, de la falta de flexibilidad laboral, de la ausencia de conciliación, del estrés (la mayor parte del tiempo, injustificada).
Mi reflexión viene motivada por la lectura de algunos informes de una de las vías de investigación que CENIE tiene abiertas: cómo podemos repensar el ciclo laboral y aumentar la posibilidad de las personas mayores de permanecer vinculadas al mundo laboral, en la medida de sus necesidades, posibilidades y deseos. La expresión “en la medida de sus (…) deseos” no es gratuita; no olvidemos este factor.
En estos artículos e informes, surgían cuestiones acerca de si las empresas y la gestión de los recursos laborales estaba dando respuesta a las necesidades de las personas de mayor edad, acerca de cómo se sentían estas personas y, la mejor de las preguntas: ¿Estaban los centros de trabajo adaptados a las personas mayores? Mi pregunta, o mi contrapregunta, es: ¿Están los centros laborales adaptados a las personas, en general? ¿Son conscientes desde la empresa de que sus trabajadores son personas, con sentimientos, con una historia, con ilusiones, con deseos y necesidades que van más allá de lo económico?
El trabajo cumple una función en nuestra vida que supera la cobertura económica de las necesidades más básicas. Es también fuente de sociabilidad, el escenario de las relaciones sociales que ocupan la mayor parte de nuestro día, es el elemento principal alrededor del que construimos nuestras rutinas, y que, incluso, está muy conectado a nuestras expectativas vitales. No me gusta ensalzar el trabajo como elemento principal en la organización de la vida, pero lo cierto es que nos pasamos gran parte de la vida preparándonos y formándonos para el trabajo. Después, pasamos una parte aún mayor de nuestra vida trabajando, ofreciendo los frutos de nuestro conocimiento y esfuerzo (sea el que sea, en el campo que sea) a cambio de un salario. ¿No debieran los centros laborales cuidar tanta dedicación y motivarnos para que trabajar no sea una especie de suplicio vital? Me refiero a valorar el esfuerzo, a fomentar las ganas, a fortalecer las relaciones entre los compañeros y no todo lo contrario.
Tuve un jefe que pensaba que, presionando a los miembros de tu equipo, obtenías los mejores resultados. Que el que se “partía” o sucumbía ante semejante presión era débil. Y creedme, era una gran presión. Sobra decir que esta visión fue hace tiempo superada por no ser cierta. Fomenta una competitividad entre compañeros que no es sana (cuando gritan al otro no te gritan a ti), profundas inseguridades que hacen disminuir las ganas de los trabajadores y genera en definitiva un mal clima laboral. Si nos diesen a elegir, ¿quién querría alargar sus años de vida laboral en un lugar semejante? ¿Quién querría alargar ese tipo de trato? El punto de mi reflexión es que no creo que seamos vagos, que no nos guste el trabajo que realizamos en líneas generales, pero sí pienso (y lo creo además profundamente) que la cultura laboral, tanto en lo que se refiere a los ejemplos referidos, como la tendencia a hacer horas por hacer horas, la presencialidad, el micro-managing y el exceso de control, la falta de confianza en general y las ideas que deshumanizan a los trabajadores, no hacen que los entornos laborales sean lugares en los que queremos permanecer más tiempo vital del necesario.
En el siguiente post seguimos hablando sobre la jubilación, la prejubilación y la importancia que tiene esto sobre nuestras vidas, a nivel individual y sobre el conjunto de la sociedad.