Decía el profesor de filosofía Lars Svendsen, autor del bestseller Kjedsomhetens filosofi [Filosofía del tedio] (1999), que el aburrimiento, en su sentido más simple, era el “privilegio del hombre moderno”; siendo ese ‘hombre moderno’ la representación del europeo de clase alta que disponía de riqueza suficiente como para verse exento de las obligaciones del trabajo manual, poseedor de grandes cantidades de tiempo libre. No fue hasta mediados del siglo pasado cuando esta experiencia se democratizó como resultado de la ganancia de tiempo libre consecuente del empoderamiento del proletariado y la consumación del estado de bienestar en Europa. Desde entonces, el aburrimiento ya no se considera el privilegio de unos pocos, sino una plaga o una epidemia que afecta a muchos, como advertían pensadores como Hans Blumenberg o Walter Benjamin, desde el país germano, y otros como Henri Lefebvre, desde el vecino francés.
La propagación del aburrimiento en los países desarrollados viene aparejada de una serie de riesgos que los investigadores llevan décadas tratando de visibilizar y que yo misma recojo en mi libro La enfermedad del aburrimiento, de próxima publicación. Su padecimiento está asociado con
a) los trastornos del estado anímico como la rabia, la ira o el enfado, el desafecto, la apatía, la depresión, la ansiedad, el estrés o la alexitimia;
b) los trastornos de la conducta como el suicidio, la delincuencia y la criminalidad, la rebeldía y la provocación, la bestialidad, la impulsividad, la conducción temeraria o las adicciones a las drogas, al sexo, al juego, a internet, a los dispositivos móviles, los desórdenes alimenticios o los problemas en el entorno laboral y escolar;
c) los trastornos de la personalidad como la histeria, el narcisismo o los estados patológicos de autoconciencia, de identidad y de introspección;
d) las enfermedades mentales como la psicosis, la esquizofrenia, la paranoia, el Alzheimer, el síndrome de Asperger o el desorden bipolar, entre muchísimos otros.
Frente al potencial problema de salud global en que puede llegar a incurrir el padecimiento de un estado crónico de aburrimiento a nivel generalizado se han creado infinidad de correctivos como parte de la maquinaria que oferta entretenimiento constante y frecuentemente mediado desde la infancia hasta la madurez. Pero hay un sector de la población, el que curiosamente más se ve afectado por el aburrimiento y sus problemas asociados, para el que el monstruo del entretenimiento no ha pensado apenas nada: el de la tercera edad.
Los mayores son las víctimas más comunes del aburrimiento, en su caso además relacionado con la agitación y el nerviosismo, los desórdenes del sueño, el decremento de las habilidades funcionales, la soledad y el desinterés por el mundo exterior, como expliqué en un post anterior. Sin embargo, en ellos casi no se ha detenido la fábrica de sueños y aspiraciones que a los demás nos mantiene entretenidos todo el tiempo. Es algo que se ve claramente cuando prestamos atención a cómo el mercado del ocio se dirige a los mayores y cuáles son las estrategias de marketing que se emplean para atraer a este grupo de edad considerado erróneamente residual, con poco poder adquisitivo o con escaso interés en el consumo de entretenimiento.
El mundo de la empresa privada no ha sido todavía capaz de comprender en su plenitud las ventajas para todos los interesados de rentabilizar la demanda de ocio por parte de los más mayores, como sí lo ha hecho con los niños, los jóvenes y los adultos. No ha caído del todo en la cuenta de que el aburrimiento hoy es el privilegio de muchos jubilados. Y está en todo su derecho de ignorar la cuestión de que hay un gran target esperando a ser conquistado. Sin embargo, si la escasez de ofertas de entretenimiento, traducida en un incremento de la experiencia del aburrimiento, puede traer consigo semejantes problemas de salud, ¿no debería el Estado tomar más partido y responsabilizarse más a la hora de entretener a la tercera edad para evitar así que el aburrimiento ponga en riesgo el bienestar de los mayores?
Esta pregunta saltó a mi mente durante una de mis entrevistas a jubilados para este blog. Hablando con Patricia, una antigua profesora de secundaria que tiene ahora 69 años, confirmé de nuevo mi sospecha de que las instituciones públicas todavía tienen que mejorar mucho en el aspecto de la atención personalizada a la situación particular de muchos mayores. Esta británica afincada en nuestro país desde hace años me explicaba desde el conocimiento y con todo lujo de detalles qué les cabe esperar a los mayores en lo que respecta al ocio ofertado y gestionado desde el sector público y privado. Desde que se jubiló, se dedica a la comunidad ostentando un cargo político que le permite estar muy enterada del asunto y está muy convencida de que el Estado ya hace todo lo que está en su mano para paliar el aburrimiento en la tercera edad. Veamos si realmente es así.
En nuestra conversación, Patricia me contó que son muchas las ofertas de entretenimiento que la Consejería de Cultura recibe periódicamente tanto desde el sector público (IMSERSO, servicios sociales, servicio de empleo y formación, etc.) como el privado y que canaliza para hacer llegar a los mayores a través de las Juntas Municipales. Por lo que respecta al último, el listado incluye actividades sobre todo relacionadas con las artes (música, coro, teatro, restauración, pintura, escultura, manualidades, macramé) y el deporte (senderismo suave, excursiones). En lo tocante a lo público, ella misma reconoce de entrada que la cosa está más limitada y que muchas de las actividades ofertadas responden al típico cliché o estereotipo de lo que les gusta a las personas mayores. Hablamos de cursos de formación, juegos de mesa, bailes folclóricos, clubs de lectura, viajes para jubilados... Hasta aquí estamos donde siempre. Si esta oferta es o no suficiente se puede por supuesto discutir, y para determinarlo no quedaría otra que preguntar a los propios consumidores, cosa que no se hace.
¿Cómo hace llegar la administración a los mayores estas ofertas? Esta es otra de las cuestiones que vengo tratando en mis entrevistas. Según me cuenta Patricia, el canal principal es la web; incluso las inscripciones en estas actividades se suelen realizar a través de internet. Aquí ya nos encontramos el primer hándicap, que los agentes sociales y políticos tratan de solventar a través del tradicional método de publicitación que es la cartelería colocada en zonas frecuentadas por los mayores: el centro de salud, el centro cultural, la biblioteca, el auditorio, los locales de abastecimiento, la farmacia, el club de la tercera edad… De nuevo, ¿es esto suficiente? La propia entrevistada deja entrever que no. ¿Qué sucede con los mayores con movilidad reducida que apenas salen de casa?
En estos casos los mayores interesados en recibir ofertas más personalizadas y ajustadas a sus necesidades y limitaciones pueden pedir orientación a las instituciones responsables. Bien, eso es estupendo sin duda. Pero Patricia admite sin quererlo que hay muchos factores que obstaculizan el hecho dar un paso semejante. Uno de ellos es el género. Las mujeres, afirma, “son mucho más echadas para adelante” que los hombres, a los que les suele dar miedo lo nuevo o equivocarse y sienten vergüenza a la hora de embarcarse en actividades colectivas. Normalmente, la demanda de información y la participación en actividades de ocio está marcada por las mujeres, que en ocasiones “arrastran” a los esposos con ellas.
Otro es la educación o el nivel cultural. Patricia piensa que los más vulnerables en este sentido normalmente presentan “menos inquietud a la hora de embarcarse en actividades, pero también se aburren menos porque están acostumbrados a ser inactivos y a contentarse con ver durante largas horas la televisión”. Esto es un mito que ya he desmentido con anterioridad: la ausencia de curiosidad cultural no implica estar libre de padecer aburrimiento. ¡Incluso es al contrario! Son precisamente estas personas, las que no sienten la llamada natural a participar en muchas actividades por desconocer los potenciales placeres de la cultura, las que más atención personalizada demandan por nuestra parte.
¿Qué pasa con los perfiles más reacios a abrazar el camino del entretenimiento significativo? ¿Cómo puede ayudárseles a gestionar el aburrimiento desde las instituciones? Para Patricia, en este punto los agentes sociales y políticos ya no dan más de sí. No hay forma de hacer llegar propuestas personalizadas a los mayores que no se interesan por ellas, incluso si el supuesto desinterés está ligado al miedo, a la vergüenza, a una personalidad que se dice poco curiosa o si dejar a esas personas a su suerte con su aburrimiento tiene efectos perjudiciales para la salud. “El estado tiene que ofertar y el individuo aceptar y buscar. Si el individuo no busca el estado no puede hacer más”, asegura la entrevistada. ¿De verdad no hay forma de atender a este problema de una manera más directa si no es el mayor el que toma la iniciativa de buscar ayuda? Cuando se trata de problemas de salud físicos o mentales relacionados con la dependencia, e incluso de otras plagas como la soledad o la desesperanza nos lo tomamos muy en serio y ponemos a disposición de los mayores todo cuanto está en nuestras manos. Pero no es así con el aburrimiento, a pesar de ser conscientes del riesgo que implica su experiencia. ¿Acaso lo somos?
En los tiempos a los que se refiere Svendsen, algo así como una tercera edad olvidada por el sector del ocio y susceptible de enfermar o ver empeoradas sus condiciones de salud física y mental por la ausencia de entretenimientos significativos no existía. Ahora convivimos con esta realidad y no podemos mirar para otro lado. En un sistema de cuidado y de atención a la salud como el nuestro, que presume de ser de los mejores de Europa y del mundo entero gracias a la financiación pública, mi respuesta a la pregunta que abre este post es un rotundo sí. Si el aburrimiento es una cuestión de salud pública, especialmente para los mayores, nuestro estado es responsable de garantizar que las opciones de entretenimiento lleguen a todos; incluso hasta aquellos que están más invisibilizados.