CENIE · 20 Febrero 2023

Los malos también envejecen, ¿merecen ser cuidados?

Acabo de leer un comentario en Twitter de una periodista que me ha hecho reflexionar mucho. La periodista hablaba de una persona con más de 80 años que fue muy poderosa, que lo ha tenido todo y que, aun así, quiso más. Todos los “pecados” en los que podamos pensar, los reúne esta persona a la que ella hacía referencia: fue un hombre avaro, defraudó a hacienda y a su país, fue despreciativo con las mujeres (producía auténtica vergüenza ajena su forma de tratar a periodistas extranjeras), mentiroso y, a mi entender, un poco patán (que tal vez no es un pecado, pero seguro no es una virtud). Vamos, que seguro que ni recicla. Digamos, sin ahondar más, que la persona en cuestión no es alguien con quien me apetezca tomarme un café. 

Esta periodista decía que había sentido pena al verle en una determinada imagen: leía en el rostro de este señor mayor y frágil la derrota, la soledad, la tristeza. En la imagen se interpretaba el (al menos simbólico) rechazo por parte de su familia y de quienes en otros tiempos le hicieron fiestas cual perros fieles. La periodista solo decía en su tweet (y en las respuestas posteriores) que sentía pena. En ningún momento justificaba sus actuaciones previas; de hecho, no valoraba su trayectoria vital: decía que le daba pena verle en su vejez desvalido y solo. Sin entrar a valorar si esta persona mayor en realidad está o no desvalida y sola (lo desconozco e insiste en que es alguien muy poderoso) entendamos que el sentir pena frente a la soledad o el desamparo de otra persona es completamente legítimo. 

Twitter y las redes sociales en general son una ventana extraña a la realidad; algunas personas, escondidas en el anonimato, muestran su peor cara. Otras aparentan la que no tienen. No sé hasta qué punto Twitter puede o no ser un termómetro del sentir social. Tengo la sensación de que reaccionamos con más crudeza a lo que nos contraría (respecto a nuestro sentir, pensar, obrar) o nos desagrada, pero también ante lo que nos da miedo. En este caso, los comentarios venían razonados en el rechazo, en el hecho indiscutible de que la persona mayor, otrora adorada y corrupta, no solo obró mal, sino que tuvo ocasión de rectificar en numerosas ocasiones y no lo hizo. Vamos, un malo de cuento.

Algunos tuiteros se centraban en la cuestión de si su familia debería ser y comportarse mejor con él precisamente a raíz de su adquirida fragilidad (física, no económica). Me llamó la atención que de una misma imagen (fotografía en la que se veía simplemente un saludo entre un padre y un hijo) las personas que comentaban dicho hilo sacaban diferentes interpretaciones. Pero diferentes como la noche y el día: donde algunos veían un gesto cariñoso, otros veían un gesto puramente formal y otros, incluso, interpretaban una forma manifiesta de desprecio. Una imagen, distintas interpretaciones de la misma.

Tampoco había unanimidad en cómo esas diferentes interpretaciones eran juzgadas; es decir, si el desprecio, cariño, o formalismo eran o no “adecuados”, merecido, esperable, y si el hijo, al expresarlo, era o no un “mal hijo”. Me explico: entre quienes interpretaban un gesto cariñoso, había quienes consideraban que la mayor en cuestión no lo merecía (había robado, defraudado a un país, dejando el “marrón” a la familia) y había quien apuntaba: “qué esperabais: es su padre”. 

No me interesa tanto, de cara a este post, la cuestión de si se veía amor o desprecio, o si la gente (con la misma información) es capaz de interpretar emociones que, en realidad, le son ajenas. Por ejemplo: yo sé lo que siento yo al escribir este post, pero no sé lo que sientes tú cuando lo lees.  

¿Por qué me pareció tan interesante esta conversación virtual (en la que fui mera espectadora)? Al margen del señor en concreto, lo que me parece interesante es que las valoraciones del hilo son modificadas por una serie de variables: la edad avanzada; la existencia de fragilidad; el amor de los hijos y la familia; la consideración del amor filial como deber; el grado de merecimiento del amor filial.

Estas cuestiones las extrapolo a la cuestión del cuidado. MariPrado, residente de un pueblo de Ciudad Real y muy buena persona (buena, de verdad) me contaba que había cuidado de su suegra. La Señora Suegra en cuestión había tratado con desprecio manifiesto a MariPrado toda su vida, algo que ella no se merecía en absoluto. Nunca, ni en sus últimos momentos, la Señora Suegra mostró aprecio o cariño hacia Prado. Sin embargo, MariPrado cuidó de ella cuando enfermó. No fue el hijo de la Señora Suegra quien cambió los pañales, dio de comer o bañó a Señora Suegra, sino la nuera, a pesar de las malas palabras y los desprecios continuados. Obviamente, aquí tenemos una cuestión de género: seguimos asumiendo que cuidar es “cosa de mujeres”. Es verdad que los hombres comienzan a participar más en los cuidados de los más pequeños, pero no tanto en el cuidado de los mayores y de las personas dependientes. Aquí entra también en juego la idea del “deber”. MariPrado, me decía, consideraba que había cumplido con “su deber” como nuera, ayudando y cuidando de una señora que, lo puedo asegurar, en términos estrictos y objetivos, no lo merecía. Cuidar no es fácil; cuidar de una persona que nos desprecia es infinitamente más duro. 

Para mi hay dos cuestiones aquí: el derecho al cuidado, que considero que toda persona tiene. Considero que Señora Suegra tiene derecho a ser cuidada. Y el señor que refería antes, también. Y lo tiene o debe tener por muy mala persona que sea, por mucho que haya incumplido las normas morales e incluso las del código civil: un asesino también debe ser cuidado en sus últimos momentos. Y aquí entra una reflexión que, a veces parecemos olvidar en esa idea de homogeneidad de la vejez: las malas personas también envejecen. Las malas personas también se convierten en ancianos de 90 años, incluso si consideramos que no “merecen” vivir tanto o que lo merecen menos que otras personas. 

Como sociedad, el deber común será que esa persona reciba los cuidados necesarios. Incluso si no merece amor. Otra cosa sería que yo obligase a quien sufrió sus malas acciones a cuidar de él en sus últimos días. 

Quizá el ejemplo del asesino es muy extremo, así que volveré al ejemplo de nuestras manchegas: no creo que MariPrado tenga la obligación social, moral, individual, de cuidar a Señora Suegra. Pero, por supuesto, no querría que Señora Suegra deje de recibir los cuidados necesarios. La respuesta no debe ser “otras personas lo merecen más” (por cierta que sea). La cuestión clave, para mí, es que el cuidado debe ser accesible a todas las personas en situación de necesitarlos. Son los mínimos que nos hacen ser una sociedad, una buena sociedad. Que no dejemos atrás a nadie, ni a los que nos caen mal. 

Considero necesario proteger a las personas desvalidas, necesitadas y empatizar en (y con) la vulnerabilidad. Aunque haya sido una persona espantosa, deberemos cuidarle, como sociedad. Creo que en eso consiste el carácter último de la solidaridad social. En ocuparnos de quien necesita de nosotros como sociedad. No lo haré con amor, aunque tal vez en mi propia humanidad sepa que no lo merece y yo no se lo quiera regalar (que tanto cuesta, que tanto vale) pero sí me ocuparé de que exista un sistema de cuidados público. Este es uno de los motivos por los que los cuidados deben ser públicos (financiados, organizados, de calidad) porque no se trata de quién los merece, sino de quien los necesita. Se trata de cómo respondemos como sociedad. A las personas mayores que necesitan cuidados no se los proporcionamos porque sean “viejitos adorables”. Se los proporcionamos, como sociedad, porque esa es una de las obligaciones que existen en el contrato social: cuidar de todos. 

Los cuidados pueden no ser “merecidos” en términos objetivos. Ojo, insisto en que no creo que la responsabilidad del cuidado sea personal o exclusivamente de la familia. Hablo de un sistema de cuidados público por diferentes motivos: i) no siempre hay quien cuide (a veces no hay hijos, a veces están muy lejos, a veces no están en condiciones de salud adecuadas o no pueden por otros motivos) y ii) asumir que existe una obligación “moral” del cuidado me parece un error y, en ocasiones, una auténtica injusticia. 

Creo que existe el derecho al cuidado y que debemos reclamar y asegurarnos, como sociedad, de que se cumple, y de que se hace en una situación de respeto a los derechos humanos de la persona que recibe el cuidado. También de la persona que cuida. 
 

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