Se habla mucho de la soledad. Es una palabra que parece con cierta frecuencia en periódicos, telediarios, radio. Aparece en diferentes artículos y comienza a financiarse su investigación. Los Ayuntamientos han empezado a hablar de la soledad no deseada, a diseñar programas para evitarla y por fin se le reconoce cierta importancia (uno muy pequeño, secundario, a veces apenas visible, pero espacio, al fin y al cabo) en las agendas públicas de distintos niveles y signos políticos.
A mí, sin embargo, me sigue surgiendo la duda de si, cuando hablamos de soledad, hablamos todos de lo mismo. Sigue sin quedarme claro que sepamos lo que es o que, estemos utilizando los conceptos adecuados para referirnos a esta realidad, incluso que compartamos los significados que le damos a una palabra que, la verdad sea dicha, nos aterroriza. ¿Será que existen diferentes soledades o será que no terminamos de comprenderla? Te preguntaría que hicieses conmigo la reflexión acerca de qué entiendes por soledad, qué sensaciones y pensamientos te evoca esa palabra. ¿Tienen tus amigos la misma idea que tú? ¿Tus padres? ¿Tus hijos? ¿Coincidís en cómo entendéis la soledad?
Presuponiendo que encontrásemos diferentes versiones, ¿Qué es, entonces, la soledad? Desde mi perspectiva, me parece importante recordar y remarcar que somos seres sociales. Por pura necesidad de supervivencia lo somos desde el momento en que venimos al mundo: nacemos completamente inútiles; necesitamos que nos alimenten, que nos cuiden, que nos limpien y hasta algo tan simple que nos saquen los gases. No podemos sobrevivir sin estar rodeados de otros humanos, por mucha historia de Rómulo y Remo que nos cuenten. También necesitamos el contacto humano para tener éxito en otros aspectos relacionados con nuestro desarrollo. Así, para que el cerebro del bebé se desarrolle correctamente, el niño o la niña necesita ser abrazado, recibir cariño, tener contacto físico con otros seres humanos. El contacto humano le ayuda a reducir el estrés y mejora su respuesta inmunitaria. El contacto físico tiene además un fuerte impacto psicológico positivo y efectos sobre nuestra inteligencia.
Sin contacto con otros seres humanos no solo seremos incapaces de sobrevivir; también necesitamos del contacto significativo con otros seres humanos para nuestro bienestar emocional. Necesitamos que nos amen o, al menos, que lo parezca. Necesitamos importar, ser, en comunidad. Más allá del desarrollo funcional, de la supervivencia, y de cuestiones fisiológicas necesitamos estar rodeados de otras personas. Necesitamos pertenecer, ser parte de una sociedad que nos reconoce como parte de ella.
Esta necesidad de contacto con otros humanos dura toda la vida. Insisto: somos seres sociales y por tanto la soledad no es nuestro estado natural. Estar solos es algo circunstancial, pero sería enormemente difícil “ser” en soledad. Hasta el abuelo de Heidi bajaba de la montaña a hacer trueques en el pueblo cuando estaba hasta las narices de comer queso con queso. Pero ¿se sentía solo?
Sobre este bicho temido y desconocido, la soledad, un amigo me planteaba que era necesaria y que él era capaz de estar solo sin mayor problema; no entendía por qué algunas personas experimentaban la soledad como una losa. Para él no era la soledad un bicho terrible, sino una amiga que deseaba abrazar. De vez en cuando, claro, bajo elección y de la que poder salir cuando las cosas se empiezan a “sentir” feas.
La cuestión clave es que experimentar la soledad y estar solo (estar a solas) no son sinónimos. Yo añadiría, además, que “ser solo”, “vivir solo” y “estar solo” (de forma física y circunstancial) son cosas muy diferentes. Mi amigo, rodeado por su familia (perro incluido) hablaba de esa soledad positiva a la que hacía referencia Schopenhauer cuando decía que ese era el destino de todos los espíritus excelentes. Además de la soledad positiva (la que buscamos) existen otros tipos de soledad, como la existencial o la que denominaremos emocional. La soledad emocional es la no elegida, la que resulta de un sentimiento de vacío respecto a nuestras relaciones sociales, sea porque no existen o porque no resultan lo suficientemente significativas.
Mientras que estar solo es un estado, la soledad es un sentimiento. La soledad no es una emoción, sino que es algo más duradero, con mayor impacto en nuestra vida. Las emociones duran apenas un instante; son una reacción casi instintiva ante una situación concreta, un conjunto complejo de respuestas químicas y neuronales que nos afectan de forma breve e intensa, que sacuden todo nuestro organismo. El sentimiento no comporta una reacción somática tan intensa como la emoción, pero nos acompaña durante más tiempo. Consiste en una evaluación consciente (aunque no lo parezca) de nuestra realidad y es más difuso y duradero que la emoción. La emoción, podríamos decir, se relaciona con el cuerpo, mientras que el sentimiento se relaciona con la mente.
El sentimiento de soledad -o soledad emocional- tiene un componente más elaborado de interpretación y recoge además otras emociones, todos ellos negativos, como el abatimiento, el desánimo, la desesperanza, o el sentimiento de rechazo. No viene sola, sino que viene acompañada de emociones feas y que no elegiríamos sentir. Nada que ver con esa soledad positiva o elegida que referíamos antes y que es muy diferente de la satisfactoria autonomía. Como leí hace poco a Mariela Machelena:
“A veces la propia autonomía no se vive con satisfacción, como una herramienta para crecer, sino como una penitencia, como si se regresara castigada al rincón en el que la vida transcurre en blanco y negro. Cuando esto sucede es porque en donde dice independencia se lee soledad y en donde dice soledad se lee abandono”.
Los orígenes del sentimiento de soledad son múltiples pero parece que asumimos que la edad es uno de los factores desencadenantes. Basta con teclear “soledad en” para que Google nos arroje “en personas mayores”, como si envejecer nos condenase sin remedio alguno a estar solos. Es cierto que las personas en edades avanzadas pueden sentirse solas en mayor proporción comparativa que en otras edades; han perdido seres queridos y en ocasiones se encuentran en contextos en los que no son valorados o no se sienten integrados. Pero la soledad no es un sentimiento exclusivo de las personas mayores: nos sentimos solos cuando carecemos de relaciones sociales, cuando sentimos “vacío” y no nos sentimos parte de un grupo. Asociar soledad a vejez es edadista y muy injusto, tanto para las personas mayores como para quienes sufren soledad y están muy lejos de la edad de la vejez.
Respecto a la pregunta, acerca de si la soledad nos acompaña o nos amenaza diría que, como seres sociales que somos, la soledad nos amenaza. Lo asociamos a fracaso social, de hecho y nos lleva a la interpretación de que socialmente no lo hemos hecho bien; no tenemos un lugar social dentro de un grupo, no nos sentimos reconocidos y, por decirlo así, nuestras palabras y nuestro sentido existencial (que no se me enfaden los filósofos) no tienen eco. El ostracismo, que no es sino condenar al aislamiento social a una persona a la que se consideraba sospechosa o culpable de algún crimen político, era un castigo en la Grecia Antigua. Me pregunto cómo hemos permitido que este “castigo”, la soledad, sea el que hoy sufren tantas y tantas personas de diferentes edades en nuestra sociedad.