Investigación · 24 Enero 2020

La soledad en Estados Unidos y la importancia de saludar

En un post reciente hablé de la soledad y la vejez. Señalé entonces que la soledad es uno de los grandes males de nuestras sociedades, pero que en España no era tan grave como en otros países. Es verdad que había leído estudios sobre este tema (no comparativos) pero este tema para mí tiene especial relevancia después de haber vivido un año y medio en Estados Unidos. 

Como es un problema de importancia capital a lo largo de todo el ciclo vital, así como en la vejez, me parece que bien merece un nuevo espacio en este blog. La reflexión esta vez va orientada sobre cómo son las relaciones sociales y qué efecto tiene esto sobre la soledad y la forma en que nos impacta. 

Si bien todas las sociedades tienen aspectos positivos (esos que debería haber enfatizado la globalización, pero ya sabemos que no funciona así) la cuestión de la soledad es un problema acuciante en la sociedad estadounidense. Es un problema grave entre las personas mayores (que por cierto son mucho más invisibles de lo que son en España y donde son expulsadas del espacio público con mayor crudeza), pero lo es de forma salvaje entre personas muy jóvenes. La soledad funciona además como un catalizador de otra serie de problemas personales y sociales, como la sensación de incomprensión, por ejemplo, pero también sobre la cuestión identitaria. Esto es aún más grave en un país donde tener acceso a los servicios de salud mental (y de otro tipo) está negado a una gran parte de la población. Quisiera aclarar que mis percepciones se refieren de manera específica a la realidad que yo he vivido en la zona de nueva Inglaterra, y más concretamente, Massachusetts, especialmente la zona de Boston y alrededores, pero los datos sobre el impacto de la soledad o los problemas mentales derivados en la sociedad estadounidense se pueden consultar. Como socióloga, baso mis afirmaciones no solo en mis impresiones personales (que siempre están sesgadas, sin que lo podamos evitar) sino en múltiples conversaciones (preguntas, más bien) con españoles y otros europeos, pero también con otros investigadores extranjeros y estadounidenses. Vivo con estadounidenses, a los que les agradezco que compartan sus visiones y explicaciones sobre cuestiones que me sorprendían (por qué no se pregunta por la salud o por la familia; por qué no se saluda en un espacio pequeño; cuándo una pregunta se convierte en “demasiado personal”). No obstante, y aunque este post pueda criticarse por subjetivo, la soledad es considerada en Estados Unidos una epidemia que afecta al 47% de la población adulta. Es decir, es una realidad omnipresente en la sociedad estadounidense.

El detonante del post, que lleva tiempo dando vueltas en mi cabeza, es un libro que me encontré hace poco, o más bien, la dedicatoria escrita en él. En las zonas cercanas a las universidades, gentrificadas por estudiantes que se mudan a menudo, es común encontrar cajas cuidadosamente colocadas enfrente de las casas con cosas de todo tipo, nuevas o prácticamente nuevas. Estados Unidos es, de lejos, una sociedad más consumista que la española, en la que se reutiliza poco y en la que es mucho más barato comprar que arreglar. Lo caro aquí es solo lo importante: la comida, el médico, los medicamentos. Volviendo al tema: encuentras así pequeñas cajas de “tesoros” donde puedes encontrar el libro que querías o un paquete de bolis sin estrenar. Un mueble, un disco, eso que nunca necesitaste pero que siempre quisiste. Tras encontrarme “Evicted: poverty and profit in the American City” (tan necesario para comprender la realidad estadounidense) no puedo dejar de mirar en estas cajas de tesoros en cuanto veo libros. Pues justo enfrente de mi casa encontré un libro precioso, con una encuadernación muy bonita, que se titula “The language of recovery”. Es una recopilación de frases motivacionales desde Moliere a Dekaa Chopra. En la contraportada, una dedicatoria: “Dear Gregory, Please allow the words in this book to help you since I can´t be there with you. I love you more than you can imagine. Mom”. (Querido Gregory: Por favor, permite que las palabras de este libro te ayuden ya que no puedo estar ahí contigo. Te quiero más de lo que te imaginas. Mamá). La dedicatoria me impresionó mucho. 

Todos pasamos por momentos duros, de pérdida, de cierta angustia existencial (¿no? Decidme que sí) pero me entró de repente una gran preocupación por Gregory. Gregory está fastidiado y su madre lo sabe. Pero Gregory vive en una sociedad donde hablar de sentimientos puede hacer que no te acepten como compañero de piso o que seas apartado de ciertas actividades. El primer caso es posiblemente el más grave: para compartir piso tienes que ser “seleccionado” por los otros inquilinos. Primero envías un email hablando de ti mismo y, si pasas ese primer filtro, te realizarán alguna entrevista personal (a veces hasta de una hora). En dos pisos diferentes, potenciales compañeros de piso entrevistados por personas distintas recibieron negativas. ¿El motivo? Hablaron de sus sentimientos, lo que hizo que otros inquilinos votaron en contra. 

El hecho de hablar o no de sentimientos puede no ser tan visible, pero otras cuestiones inundan el día a día y tienen incluso un mayor impacto a largo plazo. Una de las cuestiones más básicas es el no saludar. Ese chiste tan oscuro que hacemos en España sobre los vecinos que no podían ser asesinos porque “siempre saludaba” aquí no se aplica: todos podrían serlo. Saludar no es habitual. No lo es en mi zona, donde las casas son unifamiliares, pero tampoco lo son en los edificios de muchas viviendas. 

Las primeras veces que me monté en un ascensor y nadie contestó a mi saludo, me sentí fatal. ¿Era mi acento? ¿No me entendían? No, es que les violentaba. Cuando tuve la oportunidad le pregunté a un estadounidense sobre esta cuestión: “Por supuesto que no saludas en el ascensor. Después de saludarle estás condenado a compartir ese espacio tan pequeño hasta que te bajes. ¿Y de qué hablas todo ese tiempo?”. Podría ser una opinión aislada, pero concuerda con la realidad vivida y sin duda es un indicativo de cómo se generan burbujas defensivas que dificultan interaccionar con los demás de la manera que en España consideramos normal (por favor; no dejéis de saludar en el ascensor). 

Otras situaciones son aún más extremas, como me contaban algunos amigos que no reciben saludo de vuelta en su laboratorio. Todos los días trabajando con los mismos compañeros, con los que hablan cuestiones de trabajo, pero que no dan los buenos días. Cuando te despides, lo mismo. No, no sucede con todo el mundo, y sí, hay personas muy amables. Si pides una dirección te ayudarán con amabilidad, pero procurarán no traspasar una serie de barreras sociales que a mi me sigue costando comprender. Esto convive con la formulación de pequeños actos de simpatía o amabilidad, como decirte que tus botas o tu bufanda es muy bonita, pero la conversación no avanza de ahí.

El marido de una amiga decidió repetir el buenos días en el ascensor de su edificio hasta que algún vecino comenzó a devolver el “Good morning”. Tampoco es habitual sonreír a alguien por la calle, ni lo es hablar con extraños en el autobús. Y la desaparición de estas pequeñas conversaciones que parecen superfluas tienen efectos, lo que nos confirma que no son entonces tan superfluas. El primero es la sensación de aislamiento, pero también la sensación de desconexión de las personas que nos rodean, de incomprensión o de falta de sentido incluso. En un estudio reciente en el que se encuestaron 20.000 estadounidenses de más de 18 años, casi la mitad de ellos afirmaron sentirse solos (40%) o excluidos (47%). Uno de cada cuatro (27%) afirmaba no sentirse comprendido, dos de cada cinco (43%) sentía que sus relaciones personales no eran significativas y se sienten aislados (43%). No sucede solo entre las personas mayores: según el estudio, los nacidos después de 1995 fue la generación más solitaria. Los efectos sobre salud ya sabemos que son terribles: las malas conexiones sociales son tan malas para su salud como fumar 15 cigarrillos al día; es peor que la obesidad, puede aumentar el riesgo de muerte en un 29% y nos inclina a sufrir demencia, enfermedades cardíacas y depresión.    

A la vista de los datos, los problemas y la baja calidad de las relaciones sociales solo nos queda reforzar nuestros aspectos positivos. Soy consciente de que las interacciones en la calle, en el portal, en los comercios, son cada vez menos habituales en España. Pero, insisto, la única forma de luchar contra la soledad propia y ajena es…juntos. 

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