El envejecimiento de la población es uno de los grandes retos a los que se enfrentarán —y se están enfrentando— las sociedades en el siglo XXI. Un dato: en 1950 solo una de cada cien personas del planeta era mayor de 80 años; en 2050, cien años después, las estimaciones indican que diez de cada cien personas serán mayores de 80 años en los países de la OCDE. Este cambio en la estructura demográfica supone numerosas implicaciones sociales y económicas: ¿cómo afectará a los patrones de consumo, inversión y ahorro? ¿Cómo afectará a las finanzas y administraciones públicas? ¿Cómo alterará las relaciones de cuidado o nuestra forma de entender el cuidado? ¿Cómo afectará a las familias? Las estructuras socioeconómicas influyen en cómo se construyen los individuos en la sociedad, por tanto, ¿cuán profundo será este cambio material y cómo alterará a los sujetos sociales? La posibilidad de dar respuesta a este reto constituye también una fuente valiosa de oportunidades.
La forma de entender el envejecimiento, cómo envejecer y las políticas sociales que permiten vivir mejor en edades avanzadas tiene que evolucionar, adaptándose a las necesidades futuras con una clara finalidad: evitar la insostenibilidad del sistema, la pérdida de atención en la calidad asistencial cuando surge la dependencia y, sobre todo, evitar el fatal escenario en el que la ausencia de asistencia conlleve desatención o incluso abandono. Sin embargo, no todos los estados se enfrentarán de igual forma a estos cambios pues, a su vez, las condiciones materiales de dichos estados están determinadas por su propia historia social, económica y política. Por esta razón, en esta entrada vamos a repasar algunas concepciones de los sistemas de cuidados pues entendiéndolos mejor podremos desarrollar mejores políticas públicas.
El diamante de cuidados
Un sistema es, según la RAE, un “conjunto de cosas que relacionadas entre sí ordenadamente contribuyen a determinado objeto”. La organización del cuidado en una sociedad se comporta de forma sistémica, pues el conjunto de elementos que lo conforman contribuye a un objeto: el cuidado. Como explica Shahra Razavi, todo régimen de bienestar tiene un régimen de cuidados. Basándonos en el planteamiento de Esping-Andersen existe un “triángulo de bienestar” formado por el Estado, el mercado y las familias y este mismo triángulo sería aplicable al sistema de cuidados. Un sistema con intervención estatal baja daría al mercado un control total sobre cómo, dónde, quién y a qué precio se prestarán los servicios. Esto podría sobrecargar a las familias más desfavorecidas y aumentar la brecha de desigualdad de nuestras sociedades. Una alta intervención podría desahogar en parte —o totalmente— a las familias, pero podría expulsar del sistema al mercado y esto podría llegar a sobrecargar el sistema público de prestaciones sociales. Sin embargo, este triángulo estaría dejando de lado a un sector que tradicionalmente ha soportado también parte del sistema de cuidados de larga duración: el sector del voluntariado y de las organizaciones sin ánimo de lucro. Estas organizaciones han sido —y son— importantes. Por ejemplo, en países en desarrollo —y también en algunos desarrollados—, los servicios de atención mínima para los mayores, huérfanos y enfermos crónicos se proveen a través de organizaciones caritativas, religiosas y comunitarias. Añadir el sector sin ánimo de lucro al planteamiento inicial de Esping-Andersen transformaría el triángulo inicial en un diamante: un diamante de cuidados (Figura 1).
Figura 1. Diamante de cuidados
Fuente: Traducido de Razavi (2007)
El papel que juega el Estado en este diamante de cuidados es, por tanto, muy importante. En primer lugar, porque protege a las familias con la prestación de los servicios, pero, además, en función de las políticas que desarrolle en su seno, la carga del cuidado entre los grupos que conforman el sistema podrá variar considerablemente. Y esto es crucial.
La distribución del diamante: sistemas compartidos, semicompartidos y no compartidos
Jesús Rogero-García utiliza la metáfora del diamante de cuidados para proponer teóricamente tres tipos de sistemas en función de cómo se divide el cuidado entre los cuatro agentes —Estado, mercado, familia y sector sin ánimo de lucro—. Identifica así tres tipos de sistemas (Figura 2): compartidos, semicompartidos y no compartidos. El diamante representa las necesidades de las personas dependientes y los círculos alrededor del diamante representan los agentes. El tamaño del círculo indica el peso que tienen en cada sociedad dichos agentes. Su presencia —o ausencia— en el diamante es la contribución del agente para cubrir las necesidades de las personas dependientes.
Figura 2. Los tres sistemas de cuidados para personas dependientes: compartido, semicompartido y no compartido
Fuente: Traducido de Rogero-García (2012)
La evolución de los sistemas comienza con un sistema no compartido en el que todos los cuidados son familiares, privados —demandados por las familias más pudientes— y principalmente femeninos. El sector público no participa en la prestación de servicios. Cuando esa región se desarrolla, evoluciona hasta un sistema de tipo semicompartido donde se reduce ligeramente la carga familiar y el Estado y los mercados comienzan a participar en la prestación de servicios. Este sistema surge cuando se comienza a implantar el Estado de Bienestar y los gobiernos comienzan a considerar como riesgo social los problemas ligados a la dependencia. El sistema compartido es, por tanto, la evolución del semicompartido, en el que las cargas familiares intentan ser reducidas, el Estado sigue cubriendo necesidades y el mercado comienza a ver una oportunidad de negocio más clara en la dependencia de las personas. El sistema compartido opera, por ejemplo, en la mayoría de los países europeos, Norteamérica, Japón o Australia. El semicompartido encajaría en Latinoamérica y Asia —aunque también puede aparecer en algunos países europeos—. El no compartido se encontraría en África. La principal coincidencia entre los diamantes de cada sistema es el gran peso que soporta la familia, y la secundaria es que las organizaciones sin ánimo de lucro mantienen un peso similar en cualquiera de los sistemas —su peso es pequeño, pero necesario cuando existen carencias materiales—.
Ahora bien, puede que en un mismo país o región coexistan varios de estos sistemas. Por ejemplo, en Europa podemos encontrar, entre otros, el modelo nórdico, el anglosajón, el mediterráneo y el continental. A la vez, estos modelos están sujetos a cambios por las variaciones en las políticas estatales y regionales. En general, en Europa, en la década de los 90, los cuidados se expandieron, el riesgo se entendía como un problema social, se prestaban servicios. A partir del año 2000, se intentó racionalizar y contener el coste, el riesgo se refamiliarizó e individualizó, se promovieron las prestaciones monetarias. Estos últimos cambios, marcados por las constricciones presupuestarias, siguen el criterio que rige la economía establecida en occidente y pueden hacer que el riesgo de dependencia se individualice, que deje de ser considerado un problema social y se convierta en uno particular. Esto alteraría de nuevo los sistemas de cuidados. El sistema compartido presentado ha estado evolucionando, por tanto, hacia un sistema compartido neoliberal en el que el Estado cada vez tiene menos peso —debido a la contención del gasto—, las familias recuperan la tradicional carga familiar del cuidado y quien necesite los cuidados debe cubrir su riesgo de forma individual —ya sea a través de seguros privados, apoyándose en la familia, o con sus ahorros—. Pero ¿es esta alternativa la más adecuada?
Las personas que puedan ahorrar o permitirse seguros privados, no tendrán problemas; los problemas los tendrán aquellos que, por diferentes circunstancias, no puedan ahorrar, disponer de redes de apoyo o permitirse ese seguro. Esas personas, esas familias, estarán en una situación cercana a la exclusión social. Por eso, si estas políticas evolucionasen a políticas de corte neokeynesiano donde el Estado interviene para garantizar la equidad y la eficiencia, esas familias se verían más desahogadas y podrían seguir participando en la economía, eliminando —o reduciendo bastante— la posibilidad de entrar en riesgo de exclusión social (Figura 3). Esto formaría el sistema compartido neokeynesiano.
Nota al lector: Esta entrada se ha basado en un trabajo coescrito por Isabel Pardo García y Roberto Martínez Lacoba que fue presentado en las XII Jornadas Internacionales de Política Económica, celebradas en Toledo el 28-29 de mayo de 2015. Se puede acceder a su lectura completa a través de este enlace.
Figura 3. Evolución de los sistemas de cuidados de larga duración
Fuente: Elaboración propia
El sistema vigente, que hemos denominado compartido neoliberal, ha evolucionado para ayudar a los casos más graves, pero existen situaciones de dependencia que no están cubiertas —pensemos también en el cuidado de los niños y niñas—. Hacen falta políticas que permitan conciliar la vida laboral con el cuidado y que este no recaiga sobre las mujeres. Si el Estado no interviene para garantizar la protección de las familias y garantizando la equidad entre sus habitantes, el problema de la dependencia se agravará. En ese caso —el de la no intervención por presiones de diferente índole—, podría comenzar una espiral de destrucción de bienestar de la que difícilmente se podrá salir, desestructurando las familias, reduciendo el número de personas en el mercado de trabajo por tener que cuidar, pudiendo afectar de forma negativa a los ingresos de las administraciones. En un escenario difícilmente imaginable, casi apocalíptico, pero —¿por qué no?— posible, la persona dependiente podría tener que exiliarse de la sociedad tal y como hoy la conocemos. Y estos escenarios no deberían llegar a plantearse. Por eso, antes debemos encontrar una solución sostenible, equitativa, eficiente y también flexible a medio y largo plazo para los sistemas de cuidados: sistemas inclusivos que no permitan que ningún ciudadano caiga en el abandono.