Agustín, natural de una pequeña pedanía de Murcia, tiene 69 años y lleva dos jubilado. Tras terminar los estudios primarios comenzó su periplo laboral. Empezó siendo tornero a los 14, para después migrar a Luxemburgo, donde desempeñó primero labores en la industria minera y más tarde pasó a ser conductor de maquinaria pesada. A su regreso a su tierra natal, consiguió una plaza de funcionario en el sistema de oficios local. Desde entonces, trabajó manejando excavadoras en el servicio de abastecimiento de aguas potables durante 18 años, fue mecánico en el parque móvil de la misma empresa por otros tantos y, finalmente, se convirtió en capataz responsable del mantenimiento de los sistemas de riego de parques y jardines de la región. En este puesto se jubiló tras 53 años de actividad profesional, sin un solo periodo de descanso.
En los últimos años de trabajo, previos a la jubilación, Agustín afirma haberse sentido verdaderamente cómodo y satisfecho con su vida. Su jornada constaba de unas siete horas diarias y el resto del tiempo se ocupaba en actividades sencillas pero gratificantes como son el hacer senderismo, reunirse un rato a charlar con los amigos, ocuparse de algunas tareas domésticas y ver la televisión en familia; lo que más le gusta son las películas del Oeste. En los otoños practicaba caza menor, una de sus grandes pasiones.
Dejando al margen los pequeños problemas de salud que achaca a la edad —el colesterol, la hipertensión—, Agustín confiesa que contaba con fuerzas sobradas para dar continuidad a su rutina por mucho tiempo. Por ello, decidió postergar su retiro hasta la edad máxima de 70 años que permitía su empresa. Sin embargo, a sus 67, algunos problemas sobrevenidos de salud familiar le hicieron replantearse sus planes y abandonar su puesto para pasar más tiempo con sus seres queridos. Lo suyo fue una jubilación forzada, lo que permite comprender la nostalgia por aquellos días de ocupación que se desprende de sus palabras.
Es fácil imaginar que el cese de la actividad laboral, que se ha desempeñado durante tantos años, desemboque en un evento traumático para muchos por los cambios que este conlleva. De las experiencias narradas por algunos de sus compañeros tras la jubilación, algunas más positivas que otras, sin embargo, Agustín se hacía una idea de lo que sería su vida después de este momento crucial. Lo aceptaba con resiliencia y estaba esperanzado en que dispondría de más tiempo para dedicarse a sus aficiones y llevar una vida tranquila acorde a sus costumbres. Había, con todo, un elemento común en los testimonios de sus colegas y que se adueñaba de su pensamiento de cuando en cuando y le asustaba: la experiencia del aburrimiento. Algunos compañeros le advertían de que el aburrimiento tras la jubilación era constante, llegando hasta la desesperación de no saber qué hacer y a la pérdida de la voluntad de embarcarse en viejas y nuevas actividades. Confiesa que esto le ponía “un poco nervioso”, que imaginaba que el aburrimiento iba a estar más presente en su vida; pero no le preocupaba.
Antes de la jubilación, Agustín nunca se aburría: “solo alguna que otra vez estando en casa, cuando no me dejaban poner lo que yo quería en la televisión”. En una escala de cero a diez, su nivel de aburrimiento encajaría en el dos. Según lo describe, aquellos momentos puntuales de aburrimiento “eran desagradables, me provocaban un poco de ansiedad y de inestabilidad por no poder hacer lo que quería; se trataba de un estado de querer y no poder… una cosa un poco extraña que no se puede llamar ansiedad tampoco, algo dentro de lo normal”. Nuestro entrevistado, sin saberlo, dibuja una sensación que coincide en parte con una de las definiciones más extendidas del aburrimiento en la actualidad como es la de Westgate y Willson (MAC Model of Boredom, 2018).
Tras la jubilación, un pequeño problema intestinal empezó a hacer mella en la salud de Agustín, limitándole a la hora de disfrutar del pequeño placer que encontraba en las comidas familiares y con los amigos. Pero para él es algo que entra “dentro de la normalidad”. No ha experimentado ningún cambio significativo por lo tocante a la economía y a la estructura doméstica; pero la inesperada enfermedad de su hija mayor, conviviente en el domicilio, ha perturbado sus expectativas de una vida tranquila durante su retiro, incrementando sus niveles de aburrimiento del dos al ocho, explica.
Ahora dedica casi el mismo tiempo a las actividades previas a la jubilación, enfocándose más en pasar tiempo con los amigos y la familia. También echa más horas al televisor, admite, y al descanso; estas últimas ocupaciones abarcan la mayor parte del día desde que comenzó la pandemia. Pero lo que realmente identifica como la causa del incremento de su experiencia del aburrimiento es pasar las horas pensando en la salud de su hija, no teniendo una obligación laboral en la que ocuparse y con la que distraerse. Aunque reconoce que las actividades en las que empleaba su tiempo de ocio antes siguen estando disponibles, lo que han desaparecido son sus ganas de llevarlas a cabo. Agustín lo tiene claro: “el aburrimiento, en mi caso, es la consecuencia directa de pensar demasiado, sumado a la falta de una obligación y a una personalidad poco curiosa y sedienta de novedad”. El aburrimiento por la desgana a la hora de continuar con sus rutinas pasadas y la ansiedad por la situación familiar “forman un círculo vicioso” del que Agustín no tiene ni idea de cómo salir. No se plantea abandonar esta situación, sino vivir el día a día, a pesar de la inseguridad que ello le genera.
Agustín conoce, por el boca a boca, que los servicios públicos de atención a la tercera edad ofrecen constantes actividades para mantenerse ocupado y entretenido en su localidad. Sin embargo, no cuenta actualmente con la fuerza necesaria para embarcarse en ninguna de ellas y prefiere mantenerse al margen, a pesar del aburrimiento al que esto le condena. Tampoco le apetece buscar por su propia cuenta información sobre alternativas provenientes de organizaciones privadas. Al no tratarse de una obligación, como sí lo era el trabajo, no encuentra sentido al hecho de ocuparse en actividades lúdicas o formativas. De sus aclaraciones se desprende también la idea de que los agentes responsables de hacer llegar estas ofertas a los interesados, así como de motivarles a participar en las actividades propuestas, no están empleando todos los recursos disponibles para alcanzar a personas en situaciones de vulnerabilidad como la que presenta Agustín, que cada día parece estar más encerrado en sí mismo.
Convencido de que el aburrimiento va a seguir aumentando con el paso de los años, Agustín se lamenta de que las perspectivas de futuro no son buenas: “cada vez te sientes menos capacitado física y mentalmente y esto provoca que estés más aburrido”. Contando con que su situación familiar mejore, piensa que la falta de los amigos y de los seres queridos irá en detrimento de sus ganas de estar ocupado en las distintas actividades que solían llenar sus días. “Entras en un estado en el que pasas más tiempo pensando y aburriéndote que buscando entretenimiento y diversión”, sostiene. Tiene claro, por su parte, que a medida que el aburrimiento se vaya adueñando de todas las facetas de su vida, este repercutirá negativamente en su bienestar físico, pero sobre todo mental: “Creo que llegas a un estado mental a causa del aburrimiento que te crea una ansiedad muy amplia y te sientes mal, te ataca al sistema nervioso y ello se somatiza también físicamente. Creo que lo voy a pasar muy mal”.
Poniendo a Agustín en la difícil tesitura de imaginar que a largo plazo necesite de cuidados en su propio domicilio por parte de algún familiar o de personal contratado, responde llevándose las manos a la cabeza. No quiere ni pensar en el tema. Siente que podría convertirse en una carga para los demás y ello le aterra. Pero le atormenta más, todavía si cabe, la idea de tener que pasar sus últimos años en una residencia para mayores: “Haría algo inesperado. En el domicilio la situación puede ser muy mala, pero en un centro para mayores, según la experiencia que tengo de familiares y compañeros, el aburrimiento puede ser insostenible. Es algo que no quiero vivir; no lo soportaría. Pasaría un aburrimiento total y me dejaría morir”.
Agustín es muy consciente de que su experiencia del aburrimiento tras la jubilación depende tanto de él mismo como de sus circunstancias a partes iguales. “El aburrimiento es muy relativo; unos lo perciben de una forma y otros de otra. El contexto influye mucho, pero si ya de por sí tu personalidad agrava su experiencia, se convierte en algo muy duro”. A Agustín no le cabe duda: el aburrimiento es un problema en la tercera edad porque contribuye al deterioro físico y mental de los mayores por las limitaciones que acompañan al envejecimiento. A su juicio, las instituciones tratan de poner medios para evitar que el aburrimiento se cronifique a medida que pasan los años, pero de forma generalizada y sin prestar atención a las circunstancias particulares de cada cual y ni al nivel de satisfacción de los interesados con la ayuda que se ofrece.
Cada caso es un mundo y la solución al aburrimiento, en caso de padecerlo, no puede ser la misma para todos. La ayuda no personalizada acaba provocando que aquellos, como Agustín, que no quieren ser ayudados acaben siendo olvidados; mientras que una acción de prevención primaria del aburrimiento, centrada en las necesidades particulares del mayor, podría evitar el deterioro asociado a su padecimiento con el paso del tiempo. Agustín sabe que seguir trabajando hasta quedarse sin fuerzas podría haber sido su solución: “Los seres humanos tenemos la necesidad de estar ocupados en una obligación como es el trabajo para poder estar activos. Si pudiésemos trabajar hasta que la salud lo permitiese, no tendríamos que enfrentarnos al problema de que el aburrimiento se convierta en algo preocupante”. Por el momento, a Agustín le queda el refugio en su familia y, especialmente, en su mujer, una persona que, según cuenta, “merece que se bese el suelo por el que pisa”.
Sin perder de vista en ningún momento que lo aquí expuesto es el caso de Agustín, a quien doy las gracias por su predisposición a compartir con el mundo su experiencia, hay algo que saco en claro de todo lo aprendido al dar voz a su historia. Podemos hacer algo más para llegar a personas en su situación que, por cualquiera que sea la causa, no son capaces de encontrar consuelo a su aburrimiento a través de los medios convencionales que las instituciones disponen para paliar una dolencia que afecta a tantos. Es imprescindible hacer uso de todos los recursos al alcance para ofrecer una atención más personalizada y llegar incluso a los que tratan de invisibilizarse a pesar de reconocer el problema. En el caso de los jubilados, se me ocurre que los agentes responsables de garantizar un envejecimiento digno podrían facilitar, a través de las empresas, previo momento al cese de la actividad, cursos de información, desmitificación y preparación para los posibles escenarios que pueden acaecer a raíz del retiro. Esto es solo un ejemplo. Parece evidente que prevenir es la clave para no tener después que curar.