· 30 Septiembre 2019

Acoso inmobiliario en la vejez y vulneración del derecho a la vivienda

Los desahucios suponen una de las vulneraciones más extremas del derecho a la vivienda, y están más que instalados en la realidad social española. Tras la crisis que estalló en España en 2008 comenzó el aumento del riesgo en torno a la vivienda. En España se nos había dicho, durante generaciones, que alquilar era tirar el dinero y que la propiedad era la única forma “decente” de vivir (Queremos un país de propietarios, no de proletarios, decía Arrese, ese ministro franquista que revertió el sistema de tenencia de la vivienda en España). Nos parecía que ser propietario era “seguro”. Luego vimos que no era así. 

En España lo teníamos todo para que la crisis fuese espectacular, y así fue. Nuestro mercado laboral dependía en gran medida de la construcción de vivienda, que se había estado vendiendo por encima de su precio real. Contribuyendo a ello los bancos, que habían dado hipotecas por encima del porcentaje considerado “seguro”. La cuestión es que incluso con salarios bajos y temporales no era excesivamente difícil que te dieran una hipoteca. Se llegaron a dar hipotecas “encadenadas”, en las que un hogar con hipoteca podía avalar a otro (sí, esto sucedió) de modo que cuando un hogar no podía pagar, parecía una torre de naipes: tras una familia caía otra. 

Cuando se empezó a vender menos vivienda también aumentó el paro (no se construía ya). El precio de la vivienda bajó, pero seguía sin ser accesible para muchos hogares. 

Tras quedarse sin empleo, numerosas familias se veían obligadas a pagar viviendas que habían sido tasadas muy por encima de su precio real. Con la bajada de precios de la vivienda, tampoco podían pensar en vender esa vivienda e irse a una más barata. Esto venía enmarcado en la bajada general de salarios y los despidos en masa, que se hicieron habituales. Las horas extra se dejaron de pagar. Los derechos laborales se contrajeron en los años siguientes. Vamos, una fiesta en la que la estrella invitada era la vulnerabilidad y la anfitriona...la vivienda. 

Lo más grave de la crisis -para mí- fue que condujo a la normalización de situaciones impensables unos años atrás. En el plano laboral, en cuanto a lo que aguantábamos a nivel individual (esas horitas extra que ya no se pagaban, por ejemplo, porque había que arrimar el hombro y todos íbamos en el mismo barco) pero también a nivel social, como la reducción de ciertos avances sociales. Despedirnos salía más barato. Y esto aumentó el miedo: en un contexto en el que no se contrataba, además se nos podía echar con mayor facilidad. Ya de antes teníamos contratos temporales, o encadenábamos contratos que anulaban la antigüedad (recuerdo encadenar contratos para la misma empresa con un día de despido entre medias). 

En la situación residencial del país, introdujo una nueva realidad: los desahucios. No, los desahucios no eran nuevos como tal, pero el concepto se instaló en nuestro vocabulario. Si no diré que se normalizó (normal no será nunca) si podríamos decir que se instaló en nuestros alrededores, de forma directa o indirecta. 

El número de desahucios en España alcanzó su cenit en los años posteriores a la crisis, si bien no existían entonces cifras oficiales y resulta difícil tener datos fiables. La PAH estima que, entre 2008 y el tercer trimestre de 2012 se produjeron 362.776 lanzamientos, siendo 2011 el año con los resultados más negativos. Este además es el año con mayor incidencia del paro. A esto se añade que, si los despidos empezaron en 2008, cabría esperar que los dos años de derecho a la prestación por desempleo habrían acabado, dando lugar a situaciones de terror que a veces se minimizan. 

Este tipo de desahucios quedan claros en el imaginario colectivo. Si bien los datos no son accesibles, sabemos que existen (los datos y la realidad). Se produce un impago, un proceso judicial, un resultado documentado. Hablamos de desahucio y pensamos en esa realidad. 

Sin embargo, hay otras realidades que quedan escondidas tras conceptos un tanto complicados como “mobbing inmobiliario” o blockbusting (que se definía como el ataque de una banda para ocupar el territorio de otro) pero que conducen al mismo resultado: la vulneración del derecho a la vivienda. Como en otros tipos de acoso, en el acoso inmobiliario el objeto es tratar mal a una persona, minarla, convertir su día a día en un pequeño infierno, hasta que esa persona se quiere ir sin necesidad de ser “echada”. 

El mobbing inmobiliario no afectó (ni afecta) siguiendo criterios de edad: quienes lo aplicaron no echaban a las personas por ser mayores, sino porque querían obtener un beneficio económico mayor por el inmueble. Este fue el caso cuando la persona ocupando esa vivienda pagaba una renta antigua o simplemente el propietario deseaba contar con el inmueble para otros fines. Se quería expulsar a esa persona de la vivienda, pero legalmente no se podía, ya que el inquilino no estaba incumpliendo el contrato. 

Si bien las personas mayores no eran objeto explícito de esta práctica, si presentaban una vulnerabilidad mayor. Primero, eran target por una cuestión de proporción: la renta antigua, regulada por la Ley de arrendamientos urbanos de 1964, refería alquileres firmados antes del 9 de mayo de 1985. Por cuestiones lógicas temporales, estos eran mayoritariamente hogares de personas mayores. Probablemente por este motivo, se establecieron algunos supuestos que “salvaban” a las personas mayores de ser expulsadas legalmente. Pero aquí, de nuevo, entraba eso que a veces denominamos picaresca y que no deja de ser maldad, que consistía en acosar al inquilino hasta que este se iba o se veía obligado a comprar el piso. Este fue el caso de dos señoras que entrevisté. No era un fenómeno que fuese buscado, pero se dio en dos casos. En el caso de la primera de ellas, no se produjo acoso, simplemente una finalización de esa renta antigua en el peor momento posible: las dos personas (que aún no habían cumplido los 65 a falta de meses) estaban en situación de desempleo. La situación, difícil, acabó con el abandono de la ciudad (Madrid, que concentraba con otras urbes la mayoría de estos contratos de renta antigua) hacia otra comunidad autónoma, otro barrio, nuevos vecinos y otra vida. El segundo caso es el de Asunción (no, no es su verdadero nombre) que tenía 71 años cuando le sucedió esto que se ha denominado el desahucio invisible y que no aparece en las estadísticas. Asunción se acababa de quedar viuda cuando su casero le dijo que, o pagaba casi el doble, o tenía que irse de su casa. Las condiciones eran inabarcables y los motivos expuestos por el casero claramente ilegales. Pero como me dijo Asunción, que nunca tuvo hijos, “bastante tenía con mi pena, con perder a mi marido y quedarme sola, como para pelear con ese señor”. Pasaron unos meses de rifirrafe, Asunción no pudo más y se marchó. Cuando la entrevisté aun echaba de menos su casa, su barrio, sus vecinos y hasta a la panadera de su calle, pero tuvo que dejar todo atrás. 

Cierro el post de hoy con la segunda acepción de desahucio que da la RAE: Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea. 

 

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