Últimamente, se ha venido popularizando, no solo entre los expertos, el término catalán superilles (“supermanzanas” en castellano). El primer ensayo se hizo en El Born de Barcelona ya hace casi 30 años, seguido por otras dos en Gracia, la de Sant Antoni y la de Poblenou, de la que se han ocupado bastante los medios de comunicación debido a las protestas vecinales y a su excesiva politización. Su funcionamiento es fácil de entender. Se trata de agrupar varias cuadras en un área urbana mayor, de forma que las calles interiores se dediquen sobre todo a las personas en lugar de a los coches, desviando el tráfico de paso por los bordes. De esta manera, buena parte del viario interior puede utilizarse para generar zonas verdes o espacios para actividades comunitarias. En definitiva: calles más dedicadas a los residentes.
Pero todo cambio, sobre todo los que se realizan en las áreas urbanas, trae consigo resistencias derivadas de las necesidades de adaptación que conlleva. Si además se trata de introducir restricciones en un sacrosanto icono contemporáneo como es el coche, estas se vuelven numantinas. Y esto en lo que ha sucedido con las supermanzanas. Los motivos son variados, pero casi todos giran en torno a tres ejes: problemas para aparcar por parte de los residentes y acumulación del tráfico en las calles que bordean el área; gentrificación con aumento de los alquileres; y, dificultades para los negocios que quedan en el interior. Todos estos problemas son reales, pero, como dice Salvador Rueda, padre de la idea, proceden de que hasta ahora los ensayos que se han hecho han convertido estas actuaciones en hechos singulares y aislados. Problemas que, probablemente, desaparezcan al generalizarse su uso a la mayor parte de la ciudad.
Las cosas todavía se enturbian más cuando los pros y los contras se enarbolan como banderas por determinados grupos políticos. Pero si se intenta un análisis racional y menos visceral, probablemente sea más sencillo tomar la decisión adecuada. El problema es que la ciudad actual, heredera del intento de solucionar la insalubridad de la creada por la Revolución Industrial, no parece organizada de forma que dé respuesta a las necesidades del momento actual. Es cierto que la respuesta dada entonces, basada en la separación de funciones y organizada atendiendo a los tiempos de acceso al trabajo y a los equipamientos en lugar de las distancias, funcionó. Sin embargo, las urbes de hoy no solamente son insostenibles desde una perspectiva planetaria, sino también para sus habitantes.
Al aumentar desproporcionadamente sus dimensiones la única manera de que funcionen es dejando que su organización se base en el transporte individual. Lo que ha traído consigo sedentarismo, contaminación (acústica, aérea, visual…), falta de zonas verdes de proximidad y ausencia casi total de espacios de convivencia... El desmontaje de este sistema y su sustitución por otro más racional es muy complicado. No solo por los intereses creados, sobre todo económicos, que ponen a muchos sectores en contra de cualquier cambio, sino por las propias inercias y costumbres ya muy arraigadas. Además, en urbanismo es complicado hacer ensayos, ya que afectan directamente a la vida de las personas y requieren casi siempre cuantiosos presupuestos. Por eso se va abriendo paso el llamado “urbanismo táctico” que propone procesos reversibles y baratos.
En el panorama del urbanismo actual no hay demasiadas ideas que aborden estos problemas sobre todo cuando afectan a la ciudad consolidada. Sin embargo, la propuesta de supermanzanas presenta una serie de cualidades que la hacen muy atractiva. La primera es que se puede hacer, en muchos casos, de forma reversible y con un coste muy bajo. Pero además permite mejorar bastante algunos de los problemas mencionados. Eso sí, necesita medidas complementarias a otros niveles y más complicadas tales como introducir complejidad (funcional, social y económica) o diseñar un sistema de transporte colectivo adaptado a la nueva situación. Las dificultades al tráfico de paso harán que disminuya en general, con la consiguiente mejora de la contaminación acústica y aérea.
Al liberar suelo dedicado al transporte individual, se permite introducir más verde de proximidad en la ciudad, que se ha demostrado que es imprescindible para conseguir una urbe más saludable. Esto ya ha pasado, por ejemplo, en la supermanzana de Poblenou en Barcelona, donde los 10.000 m² han pasado a más de 18.000 m². Pero los beneficios van mucho más allá: se libera espacio público que se puede dedicar a otras actividades relacionadas con la socialización y la convivencia; desde ejercicios colectivos de yoga hasta mesas de ping-pong, pasando por parques infantiles o pistas de petanca. El espacio antes ocupado por los coches se va poblando de otras actividades, que también incluyen botellones nocturnos y terrazas ruidosas, inconvenientes que necesitan también ser reguladas para minimizar sus efectos.
Por todo esto en el año 2018 se le concedió una mención en el Premio Europeo del Espacio Público Urbano: se trata de una excelente propuesta por todas las razones explicadas y por muchas otras más. Recomendaría a quien tenga la posibilidad de hacerlo que visite cualquiera de las supermanzanas que ya están en funcionamiento en la ciudad de Barcelona, camine tranquilamente por sus calles con más elementos de naturaleza que coches y, en lugar de que el ruido del tráfico le impida mantener una conversación con su acompañante, se dedique a charlar animadamente. Y, si le apetece, más adelante puede sentarse en un banco a leer un libro al aire libre o tomarse una caña en una terraza, mientras sus hijos están disfrutando de la zona de juegos infantiles. Luego, cruce la calle que la delimita y entre en el espacio tradicional de la ciudad, rodeado de coches, casi sin más verde que unos pocos árboles de alineación, con gente corriendo, ruido, sin espacio ni tranquilidad para casi nada. Entonces entenderá por qué las supermanzanas son una buena idea.
Fuente: El País